Cientos de indígenas salieron a las calles de Imbituba, en el estado de Santa Catarina, sur de Brasil, para pedir justicia por Vitor Pinto, menor de dos años del pueblo indígena Kaingang asesinado en la estación de buses de la ciudad, mientras su madre lo amamantaba.
Asesinato brutal de un niño indígena no conmociona al país
Elaine Tavares
ALAI
Si fuera un indio el que hubiera asesinado a un niño blanco el mundo entero se habría indignado. Pero no. El muerto fue un niño indígena. Y el asesino un joven blanco que lo degolló en el regazo de la madre. En los periódicos regionales alguna noticia, pero nada a nivel nacional.
El primer hombre originario de estas tierras que percibió que los hombres blancos y barbudos que llegaban por la mar, en aquel distante 1492, no eran una cosa buena fue Hatuey, un joven curaca de la etnia Taíno, que vivía donde hoy es la República Dominicana, lugar donde desembarcó Cristóbal Colón. Bastaran algunos encuentros para que Hatuey percibiera que la codicia y la violencia eran todo lo que traían. Fue entonces que decidió combatir a los españoles, aunque en desventaja en las armas empleadas. Hatuey percibió que solo no podría vencer y decidió remar hasta la isla más próxima, donde hoy queda Cuba, para avisar a los demás pueblos de la región acerca de las atrocidades que el grupo de Colón estaba cometiendo y preparar la resistencia. Junto a un arca con oro y joyas, él les habló a los parientes:
«Este es el dios que los españoles adoran. Por eso ellos luchan y matan, por eso ellos nos persiguen y por eso es que tenemos que echarlos al mar. Dicen, esos tiranos, que adoran a un dios de paz e igualdad pero usurpan nuestras tierras y nos hacen esclavos. Ellos hablan de un alma inmortal y de recompensas y castigos eternos, pero roban nuestras pertenencias, seducen nuestras mujeres, violan nuestras hijas. Incapaces de igualarnos en valor, esos cobardes se valen del hierro que nuestras armas no pueden romper».
Hatuey lideró las batallas pero acabó capturado. Sufrió torturas horribles y fue condenado a morir en la hoguera. Cuentan que un padre, de nombre Olmedo, intentó convencer al curaca en la hora final. Y Hatuey encontró fuerzas para preguntar:
– ¿Los españoles también estarán en el cielo de los cristianos?
– Si, por supuesto – dijo Olmedo.
– Entonces no quiero el cielo. Quiero el infierno. Porque allá no estarán y no tendré que ver gente tan cruel.
La final del año 2015, un niño de la etnia Kaingang se encontró con Hatuey en la tierra sin males, muy lejos de la presencia de gente tan cruel. El niño indígena, de nombre Vitor Pinto, y con apenas dos años de edad, fue degollado en el regazo de su madre, mientras comía. Un hombre joven se acercó a él, le hizo un gesto de cariño en su rostro y cuando el chiquilín levantó sus ojos para ver quién lo acariciaba, recibió el golpe fatal. Una navaja, o un estilete, aun no se sabe, le cortó la garganta. La madre, conmovida, intentó correr en busca de auxilio mientras el hombre salía corriendo. No hubo tiempo para nada. Vitor se fue.
En la temporada de vacaciones es muy común que las familias indígenas se desplacen hasta el litoral para vender sus artesanías. Y fue eso lo que hizo la familia de Vitor. Su papá, su mamá y dos hermanos salieran de la ciudad de Chapecó (casi a 700 kilómetros), al oeste del estado de Santa Catarina, Brasil, y con destino a Imbituba, cerca del mar. Allí, obviamente sin condiciones para pagar una hostal, ellos tuvieron que improvisar y hallar algún lugar razonablemente seguro para dormir. El mejor espacio fue en el terminal de buses, donde había movimiento y, por eso mismo, seguridad. Jamás se imaginaron que alguien, de manera deliberada, pudiera hacer lo que hizo.
El crimen se cometió el 30 de diciembre, y tres días después fueran divulgadas las imágenes capturadas por alguna de esas cameras de la calle y en ellas se puede ver el momento en que el joven se acerca, como si fuera a conversar. Todo pasó muy rápido. La mujer estaba sentada en el suelo con el niño en el regazo. El asesino llegó, se agachó, tocó al niño y le degolló. Luego todo es perplejidad y dolor.
Un niño indígena degollado mientras se alimentaba. Una escena escalofriante. La misma vieja escena que se repite hace más de 500 años, repetida y repetida, hasta el agotamiento. Desde la llegada de los españoles y portugueses a las tierras de Abya Yala, más de 40 mil millones de indígenas fueron exterminados. Primero llamados no-humanos, después seres de segunda clase, infieles, inútiles. No es, entonces, sin razón que alguien cree aún tener el derecho de hacer lo que hizo ese joven en Imbituba. Algo parecido sucedió en Brasilia – hace años – contra del indio Galdino Pataxó, cuando algunos jóvenes ricos lo quemaran mientras dormía en una parada de bus.
Es que a lo largo de todos esos siglos los conquistadores han construido una imagen muy negativa de los indígenas, para que pudiera justificarse la invasión y el saqueo de sus tierras y riquezas. Los indios son vistos como una cosa mala, un recuerdo no muy cómoda de la masacre. Por eso es que la gente piensa – y los medios lo reproducen – que es mejor dejarlos confinados en alguna «reserva» muy lejos de los ojos de la gente. Pero, si los indios deciden salir y vivir la vida en el mundo blanco, ahí la cosa se pone muy fea y los prejuicios afloran.
Así que cada persona que siga diseminando esa idea inventada de que el indio es perezoso, feo, sucio y malo, también es cómplice del asesinato del niño Vitor. Cada criatura que repite esos absurdos por las redes sociales, en las reuniones familiares, en los bares, iglesias y escuelas, ha armado la mano que ha degollado a Vitor. Y es responsable por la muerte no solo de ese niño, sino de centenas de otros indígenas que caen por las manos asesinas de los terratenientes, de los bandoleros a sueldo, del odio. Ese mismo odio que corre por las redes en contra del indio, del negro, de las mujeres, de los homosexuales.
En el mundo capitalista, en el cual todo se convierte en mercancía, no hay espacio para el indígena. Y no es solo porque ellos son presencias incomodas, recuerdo indeleble el primer crimen: la invasión. Es también porque ellos son el cuestionamiento histórico de este sistema. Los indios no hacen de la tierra mercancía, ellos no explotan a los parientes en fábricas de cosas, ni inventan productos inútiles para vender a los bobos. Los indígenas piensan su territorio como espacio de vida y de espiritualidad. Ellos reproducen sus cerámicas, su cestería, collares y animalitos de madera como resistencia cultural y como única posibilidad de sobrevivir en el mundo que les fue impuesto. Y, si ocupan las calles y los terminales es porque no tienen otra opción.
Entonces así fue cómo, en Santa Catarina, ese 30 de diciembre, un joven se ha atribuido el derecho de matar a un niño Kaingang. Desde hace años la valiente curaca de los Guarani, que vive cerca de Florianópolis, en la tierra indígena del Morros de los Cavalos, viene recibiendo amenazas de muerte por defender sus tierras y su gente, así como los pueblos Xokleng y Kaingang (que completan las tres etnias que viven en Santa Catarina) son expulsos de otras plazas y otros terminales por «autoridades competentes». Eso es cosa diaria, sistemática, como también es sistemático el ataque de los medios de comunicación en contra de los pueblos originarios. Esa máquina ideológica del odio y de la opresión.
Ahora, a la familia del niño Vitor solo resta la lucha por la justicia. Dos días después del crimen, un joven de 23 años, Matheus de Ávila Silveira, fue detenido y hasta hora es el principal sospecho. En su casa fueran encontradas la mochila que traía en la espalda y los guantes. Pero nada del arma asesina. Además el joven niega que haya asesinado al niño. De él se dice que tiene desórdenes sicológicos y que puede haber cometido el crimen en un acceso de locura. Los policías aún tienen 20 días para culminar las investigaciones. El delegado afirma que todas las evidencias apuntan a Matheus. Pero aun así, esto no quita la responsabilidad de aquellos que día a día destilan odio y prejuicios en contra de los pueblos originarios. En esa semana se llevó a cabo una marcha en la ciudad de Imbituba donde los indígenas y la gente exigieron respuestas acerca de la tragedia. «Solo queremos saber por qué lo hizo, ¿por qué?».
Lo espantoso es que la muerte del niño, tan brutal, no haya provocado campañas en Internet, como en el caso de la muerte de los periodistas de la revista francesa Charlie Hebdo, o la del niño sirio en la playa. Poco destaque en los medios y en las redes sociales.
El «mundo maravilloso» de la mercancía insiste que no hay espacio para el indígena en su espacio. Pero lo que se puede ver es al movimiento indígena brasileño y latinoamericano crecer y avanzar en la lucha por sus derechos y por su territorio. Eso no va parar si caen hoy los mártires, como en aquel distante 1492 cayó Hatuey. Pero los que se quedan no han de desistir, como no lo han hecho los Taínos, los Arawakes y todos los que caminaban con el valiente curaca. El pequeño Vítor, que no tuvo tiempo de percibir que estaba perdiendo la vida, allá, en la tierra de los espíritus, ha de ser acogido por otros regazos: Guyunusa, Guaicaipuru, Mani, Sepé. Por acá, vamos a tratar de garantizar la justicia. Y sigue la gran marcha.
¡Vitor Kaingang, presente!
Elaine Tavares es periodista
http://www.alainet.org/es/articulo/174729