Ecuador:
Una multa surrealista en Latacunga.
¿Otra historia de racismo institucional?
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Más de cien kilogramos pesó la multa que el Municipio de Latacunga impuso al prefecto de la provincia de Cotopaxi, César Umaginga. Para cargarla se necesitaron diez personas. Un centenar de indígenas de la zona las escoltaron, con la sonrisa de oreja a oreja, en una nunca vista manifestación que paralizó el viernes por la mañana el centro histórico de la ciudad. «Abajo el alcalde», gritaban mientras recorrían las cuatro cuadras que separan la Prefectura del Municipio; «abajo el diezmo de la revolución ciudadana», «abajo los racistas». Y hasta los policías que custodiaban la puerta no tuvieron más remedio que reírse y bajar la guardia cuando los vieron llegar.
876 dólares en monedas de un centavo hacen un bulto considerable. Cuatro costales de más de treinta kilos cada uno llevaban sobre los hombros los acezantes cargadores de espaldas dobladas y sudorosas frentes. Habrían sido más si los centavos no se hubieran agotado en el banco. Tuvieron que completar la suma con monedas de cinco: una docena de pequeñas fundas plásticas que iban cambiando de manos a lo largo del camino y se amontonaron junto a los talegos sobre el piso de la pagaduría municipal.
Fue un desplante inolvidable. Manifestación tan riente no se registra en los anales de la ciudad. A la cabeza, la asambleísta Lourdes Tibán acompañaba al prefecto Umaginga gritando chistes cargados de veneno. «Esta fundita que sea para el Edwin Acuña, esta otrita para el José Proaño», iba repartiendo centavos entre los concejales. «Así pagaban los diezmos nuestros abuelos hace quinientos años». Y todos reían porque la alusión estaba clara: quería decir que Rodrigo Espín, el alcalde de PAIS, es un corregidor del siglo XXI.
No siempre se aceitan con humor las relaciones interétnicas en Latacunga. Aquí, como en la mayoría de cantones de la Sierra central ecuatoriana, el racismo empaña las cosas con demasiada frecuencia. Es algo que se advierte con facilidad cuando, al paso de una marcha de indígenas, por pacífica y riente que sea, los mestizos cierran ruidosa y ostensiblemente las puertas de sus negocios. Herencia de un tiempo no muy lejano en una zona donde las haciendas se vendían «con indios incluidos» hasta antes de la primera reforma agraria de los años sesenta.
Cuando se pregunta por el motivo de la multa a cualquiera de los aproximadamente cien indígenas de Pachakutik que el viernes acompañaron a su prefecto con los sacos de monedas, empiezan por narrar una confusa historia de permisos municipales, ordenanzas y actos públicos, pero tarde o temprano terminan en lo mismo: es pura cuestión de racismo.
Ocurre que Umaginga, prefecto por tercera ocasión consecutiva, lleva años haciendo su rendición de cuentas en los espacios públicos de la ciudad con el permiso municipal respectivo. Hasta ahora: el pasado 20 de enero, el permiso le fue negado. Seis concejales votaron a su favor y solo cinco en contra, pero el alcalde Espín empató la cuenta y luego la desempató con su voto dirimente: la concentración fue prohibida aduciendo razones de «fluidez en el tránsito».
Sin embargo, miles de partidarios de Umaginga (entre 15 y 18 mil, según él, más de tres mil, según medios locales) llegaron igual a Latacunga provenientes de las zonas rurales de toda la provincia con la finalidad de escucharlo. A la altura de la Gobernación se cruzaron con una procesión de fieles de la Virgen del Cisne, que entró a la ciudad el mismo día, y se congregaron en la Plaza de San Agustín.
No fue porque se impusiera una multa de tres salarios básicos a la Prefectura. Tampoco porque se pretextara razones de tránsito en una ciudad donde la llegada de cualquier subsecretario con un séquito oficial y cuatro motos caotiza las calles. Ni siquiera por el hecho de que el alcalde (en cuyo despacho un cuadro de la Dolorosa cuelga tras una imagen de la Virgen de Fátima) les negara el permiso que sí concedió a los fieles de la Churona para marchar por las calles. Lo que molestó a los partidarios de Umaginga fue la suma de pequeñas cosas: las puertas de los negocios cerrándose a su paso, como siempre; el significativo tono de voz de algún concejal y hasta del mismo alcalde; cierta palabra de más pronunciada por un locutor radial; el taimado comentario repetido en todo rincón de que los indios ensucian la ciudad… En fin: los tópicos racistas tan fácilmente reconocibles para quien los sufre.
Umaginga supo capitalizar el descontento. Sacó a colación aquella infamante ordenanza del año 1929, que prohibía a los indígenas atravesar el parque central de la ciudad so pena de perder su sombrero y ser llevados a trabajar a cambio de nada en una hacienda, y corrió la voz entre los suyos. Al cabo de unos días estaban tan indignados que, quizá, habrían cometido alguna locura si a alguien no se le hubiera ocurrido la salida humorística: ¿876 dólares? Paguemos. Pero en monedas de un centavo. La idea original, irrealizable, era llegar con semejante carga a lomo de mula hasta el despacho mismo del alcalde. Fue Umaginga quien decidió prescindir de la mula. «Para que no crean que estoy comparando con el alcalde», explica como si se tratara de una asociación elemental.
Él mismo puso una urna de cartón en la planta baja de la Prefectura, con un cartelito que decía: «Impuesto por caminar en las calles de Latacunga». Echó un billete de veinte dólares por la ranura y se sentó a esperar. Dice que en dos días recogió 944 dólares y que donará los 68 restantes al Patronato provincial. Lo demás fue cambiar los billetes chicos por monedas en los bancos.
En el portal del Municipio, un noble y centenario palacio de dos plantas y fachada de piedra pómez, las puertas de las dependencias que dan hacia las arquerías se cierran al paso de la riente comitiva. En la entrada principal, abigarrados como en escuadra romana, doce policías formados de cuatro en fondo cierran el camino a los intrusos. El que parece mandar sobre los otros señala con el dedo en dirección a la pagaduría cuando ve los sacos de monedas. Sin protestar se dirige hacia allí la manifestación. Entran todos y se apiñan frente a las tres primeras cajas. Ríen los cajeros, a pesar de lo que les espera. Umaginga toma un número de turno: el 94. Suena una campanita: llaman al 92.
Los cargadores, entre ellos el marido de Lourdes Tibán, Raúl Ilaquiche, han depositado sobre el piso los cuatro costales y la docena de fundas plásticas. Un empleado municipal se abre camino entre la multitud y ordena, con ese tono autoritario tan característico que adoptan algunos mestizos para hablar con indios, que saquen las monedas de ahí y las metan al edificio por la otra puerta. Obviamente, no tiene la menor idea de con quiénes está hablando. «Cargue usted», le dicen casi en coro. Por un segundo duda, se aproxima, no sabe qué hacer exactamente. Por último decide que eso de cargar no va con él, da media vuelta y se va.
«Que baje a cobrar el dueño de la calle», grita alguien, en alusión al alcalde. Pero Espín ese día no recibe a nadie, menos aún deja ver su cara. Será el mismo empleado de hace un momento el que regrese, haciéndose acompañar de un policía, para cargar ahora sí fundas y costales. Uno, dos, tres viajes entre jadeos porque los fardos pesan endiabladamente. Entre el segundo y el tercer viaje han llegado los periodistas de los medios locales, advertidos por el bullicio, y en el recinto no cabe un alma. Cada vez la operación cobro es más difícil.
Hablan Umaginga y Tibán ante las cámaras y acusan de racismo una y otra vez al alcalde y a los concejales. «¿Qué cree Rodrigo Espín, que estamos entrando a la Sierra de él? ¡Que me venga a sacar de aquí en este momento!», desafía la asambleísta de Pachakutik y sus partidarios, aglomerados en su torno, se emocionan mientras los cajeros llaman al cliente 112 y no hay espacio para mover un dedo en la confusión de cámaras, trípodes y cables.
El empleado municipal y el Policía cargan las últimas monedas. ¿Dónde quedó el tono de voz autoritario? Los manifestantes salen sin esperar recibo y vuelven a marchar hacia la Prefectura, con la felicidad pintada en el rostro. «Esto es histórico», dice Tibán y se puede pensar que no exagera.