EL PAITITI
Por: Róger Rumrrill
Lake Elsinore, California, martes 12 de febrero del 2008
Para Jeff, Carlita y Taylor Bivens, exploradores de “El Paititi” espiritual.
Llueve a cántaros como si un diluvio se hubiera desatado en los cielos del Manu.
-Villa Carmen cambió en cinco años de cinco propietarios. No fue Villa Carmen, sino Villa Carmen puta-dice y su estridente carcajada apacigua la música de la lluvia sobre el techo y el cercano bosque de aguajes, cedros y caobas.
-Compré Villa Carmen en 1981 porque este fundo para mí no sólo tiene historia. También guarda un secreto-, dice y esta vez no ríe sino su voz cobra una pausa y adopta un tono de misterio.
Entonces, el ahora dueño de Villa Carmen, el andino-amazónico Abel Muñiz Ortega, grande y grueso y tronante como las tormentas en el trópico, empieza a deshojar la misteriosa historia de Villa Carmen.
-Villa Carmen fue, en el siglo XIV, el fundo cocalero “Abisca” de la princesa Isabel Chimpu Ocllo, mujer del capitán español Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas, madre del cronista Garcilaso Inca de la Vega, hija del noble Huallpa Túpac, nieta de Túpac Yupanqui y sobrina de Huayna Cápac. Desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX fue el fundo gomero de Bernardino Perdiz-, rememora.
Isabel Champú Ocllo tenía 20 años cuando conoció al capitán español Sebatián Garcilaso de la Vega. Isabel poseía unos ojos negros, profundos y vivaces, pero a veces inescrutablemente tristes. Pero a diferencia de su mirada que semejaba un paisaje andino al atardecer, su cuerpo era una lúcuma madura. Era el Valle Sagrado del Urubamba pletórico de verde, fragancias y rumores. Era la corriente del Huatanay en la primavera, apacible pero poderosa. Un racimo de willumtuy madurando en Acjanaco. Sus largas y nigérrimas trenzas eran como lianas en los bosques de neblina del Manu. Su mirada derretía las piedras del Cusco y derrotaba la arrogancia de los conquistadores hispanos.
Esa mañana la tropa del capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, con él a la cabeza, avanzaba por las estrechas calles de la capital imperial. En las proximidades del sagrado templo de Coricancha, el Templo del Sol, una apretujado grupo de nobles vestidos con sus vistosos atuendos reales veía pasar a la tropa. Desde la altura de su caballo, el capitán miró fijamente al grupo y detuvo sus ojos de lince en los de la princesa. Ella tembló con la fuerza de esa mirada. Él quedó como hipnotizado-
-¿Quién es?-preguntó el capitán a su ayudante que, de un salto, bajó de su caballo y se acercó a la multitud a indagar.
-Es una princesa. Se llama Isabel Chimpú Ocllo y es la nieta de Túpac Yupanqui y sobrina de Huayna Cápac-, contestó ya montado en su caballo.
-Tengo también las señales para llegar al palacio donde vive con su padre y su madre-, agregó.
El capitán asintió con la cabeza y un brillo perverso cruzó por sus ojos azules como los cielos andinos en el verano.
La lluvia ahora quiere apagar el vozarrón de Abel Muñiz Ortega.
-En los desayunos de Villa Carmen siempre ustedes van a encontrar los mejores sabores y olores de la Amazonía. En esa fuente tienen un rico jamón de huangana. Aquí están las frutas del trópico, piña, sandía, guineos, uvillas. Luego aquí hay una bebida cuyo nombre me reservo. Es un secreto, dijo, y los ojos y las manos del “Colorado”, de Zapatón y del Shamán se lanzaron sobre la mesa y sus potajes. Sólo Musmuquín, la fotógrafa con ojos de mono musmuqui, seguía disparando su máquina sobre la mona maquisapa que trepaba sobre los hombros de Abel Muñíz Ortega.
-Villa Carmen fue también propiedad de Bernardino Perdiz. Fue él quien le puso el nombre de Villa Carmen a Abisca. Perdiz murió asesinado por su yerno para quedarse con un perol de libras esterlinas que Perdiz había enterrado al pie de una lupuna-, recuerda.
Había nacido en una aldea cerca de Gasteitz, Victoria, en el País Vasco. De niño le gustaba caminar y observar la vida de la naturaleza en el bosque poblado de robles, pinares y encinas. Un roble viejo y corpulento que se decía tenía más de tres siglos era su escondite cuando decidía-casi siempre-no ir a la escuela del pueblo cercano. Su madre le amenazaba con prohibirle sus paseos por el bosque y llevarle a Vitoria, a la casa de un tío que era panadero, para que aprendiera la panadería. Finalmente esa decisión fue tomada porque el niño prefería el bosque antes que la escuela.
Allí en la panadería fue creciendo y dejando la adolescencia hasta alcanzar los 20 años. Ese año, entre masas de pan y el horno ardiente, ocurrieron dos acontecimientos que marcaron su existencia: conoció a una muchacha de Álava, del pueblo de Amarita, que se llamaba Carmen y un tío de nombre Marco y a quien sus amigos llamaban graciosamente “Marco Pollo” porque tenía un restaurante de venta de pollos asados y había decidido vender todos sus bienes y partir a América, al Perú, porque alguien le había escrito que los árboles del bosque amazónico estaban llorando un látex que luego se convertía en oro.
-Bernardino, en vez de amasar pan, en América y en el Perú vas a amasar oro-, le dijo “Marco Pollo” medio en broma y medio en serio.
Luego de ese día, el joven Bernardino Perdiz nunca más olvidaría esa frase.
-En vez de harina, voy a ir al Perú a amasar fortuna. Pero Carmen irá conmigo-, se prometió asimismo y juró que ese día llegaría pronto.
La lluvia es ahora una tonada musical interpretada por el viento y las gotas sobre las hojas. Todos, o casi todos en la mesa, están imaginando seguramente las cumbres de la montaña sagrada de los Machigüenga, el Pantiacolla, en forma de sierra cortada por el vuelo de un pájaro carpintero mítico porque Abel Muñiz Ortega ha estado diciendo que a través de los siglos todos los que llegan al Manu arriban con la secreta esperanza de encontrar el tesoro de “El Paititi”.
-Para mí “El Paititi” es fotografiar alguna vez lo que ningún fotógrafo ha podido capturar hasta ahora. Pero no sé todavía qué es y lo estoy buscando-, dice Musmuquín y todos disparan sus ojos y su atención sobre ella: pelo castaño, ojos de un marrón iridiscente y una sonrisa devastadora.
-Por favor, Musmuquín, no tienes que atravesar la mitad del mundo para encontrar esa foto. Fotografíame a mí y tienes la foto perfecta-, bromea el “Colorado”.
-Como ustedes saben, yo soy muy amigo de los Machigüenga y también de los Harakmbut, los indios de Madre de Dios. Hace un tiempo vino uno de ellos, Korinti, trayéndome la semilla de un árbol que nunca antes había visto. Para los Machigüenga es como el árbol de bien y del mal. Como recompensa, le obsequié dos chanchitos-, dice Abel Muñiz Ortega.
-Estos dos chanchitos bien criados te van a dar dinero para que compres un vestido para tu mujer y cuadernos para tus hijos-, le dije.
-Pasó como un año y Korinti regresó sin ningún regalo para mí y con una sonrisa burlona me dijo:
-Inginiero, tú ser un pindijo. Tú ser un pindijo conmigo-
-¿ Por qué? Yo nunca te he hecho una pendejada para ser un pendejo le contesté-, dice Abel Muñiz Ortega.
-Sí, tú pindijo conmigo. Porque me regalas chanchos y ahora sólo trabajo para dar comida a chanchos-, dice Korinti.
-Yo antes ir al monte y matar animal y tener comida por una semana. Ahora vivir trabajando para comida de chanchos-, agrega molesto.
-Nada hay tan falso como calificar al caos, al desorden, a la violencia y a todo lo ingobernable como la ley de la selva. Lo más armonioso es la selva. Cuando alguna especie rompe esta armonía se convierte en la representación del mal. Como la huapapa que pesca más de lo que necesita y simboliza la maldad, mientras que la garza representa la pureza, no porque sea blanca, sino porque pesca sólo lo que necesita para calmar su hambre. Porque respeta el equilibrio de la vida y de la naturaleza-, reflexiona Abel Muñiz Ortega.
Huallpa Cápac nunca vio con buenos ojos el asedio del capitán Sebastián Garcilaso de la Vega a su hija Isabel. Sabía de memoria-y le hervía la sangre de irritación y cólera-los casos de otras princesas incas que habían sucumbido al cerco amoroso de otros capitanes españoles que luego de conseguido sus propósitos habían abandonado a sus concubinas con uno o más hijos.
-No quiero esa suerte para mi hija-, le había repetido muchas veces a su mujer, la Coya Túpac.
Para evitar que Isabel cayera en las redes del capitán español, Huallpa Cápac envió secretamente a su hija a Yucay, donde su hermano el Inca Huayna Cápac había construido un palacio para descansar luego de sus duras y peligrosas expediciones de conquista en territorios enemigos del Imperio.
Pero la princesa Isabel luego de haber intercambiado miradas y palabras con el capitán, ya no lo podía ni quería olvidar y allí en Yucay, en el Valle Sagrado y a orillas del Vilcanota, la muchacha se moría de nostalgia y tristeza. Ni la sedante suavidad del clima ni la aromática atmósfera del Valle ni la música de la naturaleza y ni el privilegiado cuidado que le dispensaban sus parientes habían podido borrar de su hermoso rostro de fruta madura la marca y la huella de amor inferidas por el capitán español.
-Tenemos que traer a nuestra hija al Cusco y aceptar lo que el destino decida-, le dijo un día la Coya Túpac a su marido.
-El destino ya decidió sobre el Imperio, nosotros y ella. Puedes traerla si quieres-, aceptó a regañadientes Huallpa Cápac.
Ese mismo día la Coya se fue al templo de Mama Quilla, la esposa de Wiracocha y protectora de las mujeres y le invocó el cuidado de su hija. Pero tal como después ella misma pudo comprobar, la maledicencia de Supai se impuso. El destino en la forma de la fuerza de la naturaleza pudo más que las rogativas de la madre.
Luego de vencer todas las resistencias paternas e incluso la protección de Mama Quilla, el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas tomó a Isabel de la misma manera y con la misma estrategia con que los conquistadores hispanos derrumbaron el Imperio.
-Quiero casarme contigo y luego te llevaré a España-, le prometió él.
-Tú verás lo que haces con mi vida-, aceptó ella.
Luego del encuentro amoroso entre el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega e Isabel Chimpu Ocllo, la leyenda refiere que al Korikente, el pájaro sagrado mensajero de Wiracocha se le cayó una pluma del ala. Algunos interpretaron ese hecho como una tragedia. Otros dijeron que esa pluma del picaflor sagrado era la herencia del hijo de ambos: Garcilaso Inca de la Vega. Estaba predestinado a ser un escritor.
La lluvia está pasando y un sol todavía tímido cubre de suaves tonalidades de verde oscuro y azul las colinas boscosas. Las oropéndolas y los víctor díaz parecen celebrar el final de la lluvia.
-Coman, coman, tenemos suficiente jamón de huangana, más fruta y pan. De comida no se preocupen, menos de dinero. En Villa Carmen está el tesoro de “El Paititi” y cada cual tendrá su parte-, ofrece Abel Muñiz Ortega.
-Estoy casi segura que en algún lugar de estas tres mil hectáreas de Villa Carmen debe estar el perol lleno de libras esterlinas que enterró Bernardino Perdiz. Como ya pasó la lluvia voy a buscarlo-, dice Musmuquín y baja los cuatro peldaños de la escalera de la sala y camina y se pierde entre los árboles frutales.
-Para ella el tesoro de “El Paititi”, como ya lo dijo, son los misterios de la Amazonía que está intentando fotografiar-, comenta Zapatón.
-Para mí el tesoro de “El Paititi” está en sus ojos. ¿Se han dado cuenta lo que esa muchacha puede conseguir con esos ojos?-, interroga el “Colorado”.
-Cada uno de nosotros lleva “El Paititi” dentro de sí. A veces a lo largo de nuestra vida lo encontramos. Otras veces ni siquiera lo buscamos-, reflexiona el Shamán.
-Es cierto. Para mí “El Paititi” está aquí, en Villa Carmen. Yo lo presentí desde el primer día que conocí este lugar. Yo sabía que aquí se haría realidad lo más importante de mi vida-, dice Abel Muñiz Ortega.
-Por eso lo compré en 1981 a Augusto Yábar. Han pasado 25 años de búsqueda del tesoro y esta mañana finalmente les voy a descubrir el secreto- y todos, expectantes, ansiosos, esperan conocer el gran secreto del tesoro de “El Paititi”.
Bernardino Perdiz llegó solo al Perú. Los padres de Carmen se opusieron al matrimonio y ocultaron a Carmen en la casa de un pariente en el pueblo de Guernica. Curiosa y paradójicamente, la casa estaba en las inmediaciones del viejo roble sagrado de quinientos años y a cuya sombra se han tomado las decisiones históricas del pueblo de Euskadi. Roble también era el árbol en el que Bernardino se escondía en su niñez huyendo de la escuela.
El muchacho, que era bajo y robusto, se subió a un barco que partía a América y emprendió el viaje herido para siempre por la ausencia de Carmen a quien nunca más volvería a ver en el resto de su vida. Primero desembarcó en Iquitos. La ciudad vivía la “belle époque” del caucho. En los bares, en las tiendas, en el malecón a orillas del río Amazonas, a la hora del almuerzo, en las tertulias de las tardes, sólo se hablaba de dos personajes: Julio César Arana del Águila y Carlos Fermín Fitzcarrald . Julio César Arana del Águila, era el poderoso cauchero que se había apoderado del norte de la Amazonía, en toda la cuenca del Putumayo y sus afluentes, el Caquetá, el Igaraparaná y el Caraparaná donde había instalado su inmensa maquinaria de extracción de caucho esclavizando a los indígenas Bora, Witoto y Ocaina.
Carlos Fermín Fitzcarrald acababa de realizar una hazaña. Con la fuerza y la información de decenas y centenares de indígenas Piro, Machigüenga, Asháninka y Shipibo, había logrado conocer la trocha y transportar la lancha “Contamana” por un varadero de 11.5 kilómetros que conectaba las cuencas de los ríos Ucayali y Madre de Dios, abriendo la región del sur de la Amazonía a la gran empresa cauchera, asociándose inmediatamente con el empresario cauchero de origen español Antonio Vaca Diez y al magnate boliviano Nicolás Suárez.
El joven Bernardino Perdiz tocó todas las puertas en Iquitos y sólo se le abrió una: la de fogonero en la lancha “Adolfito” que hacía la ruta del Ucayali a Iquitos transportando caucho con destino al puerto de Liverpool.
Con el rostro tiznado por el humo y el polvo de carbón, un medio día descansaba un momento del duro trabajo cuando un hombre joven, con una leontina de oro en el puño y un sombrero de copa, se le acercó y le dijo:
-Pese al color de tu cara me pareces español-
-Soy de Euskadi, del País Vasco-, contestó prestamente poniendo énfasis en su orgullo vasco.
-¿Has estado en Madre de Dios? Yo soy empresario en los ríos Manu, Tahuamanu y Los Amigos-
-Aún no tengo la suerte. Por ahora sólo conozco Iquitos y el río Ucayali-.
-El caucho que el “Adolfito” está llevando a Iquitos es de mi propiedad. Nadie es capaz ni siquiera de imaginar la riqueza que hay en Madre de Dios. Sobre todo en el Manu. El día que vayas por allá nunca más volverás-, y diciendo estas palabras se alejó esquivando las hamacas de los viajeros.
-Somos todos oídos. Ahora sólo estamos esperando la revelación del gran secreto de “El Paititi”-, reclama Zapatón.
En ese mismo instante, Musmuquín llega agitada al comedor y al borde de la exaltación, informa:
-Yo sabía que en Villa Carmen vuelan los shamanes con el ayahuasca y también los pájaros. Pero jamás se me hubiera ocurrido que aquí hubiera aviones-
-¿Aviones?-, se preguntaron todos sorprendidos.
-Sí, acabo de ver un avión casi cubierto de lianas y matorrales-, dijo Musmuquín.
Cuatro pares de ojos apuntaron a Abel Muñiz Ortega esperando una respuesta.
-Bueno, bueno, ya sé que la presencia del fuselaje de ese avión ha provocado curiosidad. Sobre todo porque como todos ustedes saben en los noventas del siglo XX, los narcotraficantes utilizaron la ruta del Manu para transportar lo que ellos llamaban el “oro blanco” de la cocaína. Entonces por los cielos del Manu volaban día y noche las avionetas transportando la droga a los mercados internacionales. El pueblo de “Boca Manu”, en la confluencia entre el río Manu y el Madre de Dios, fue su centro de operaciones-,explica y agrega:
-Pero antes de que los narcos hicieran de “Boca Manu” su base, yo instalé una compañía aérea con tres pequeñas avionetas que volaban a Río Branco, en Brasil, transportando no oro blanco, sino oro verde: verduras y frutas producidas en la Costa y los Andes del Perú. Pero había tantos obstáculos que sortear que, finalmente, “ Aeromanu”, como bauticé a mi empresa, se estrelló en la dura realidad y se vino abajo. El fuselaje que ha visto Musmuquín es la prueba de ese aterrizaje forzoso-, dice sin amargura.
-No todos tienen el privilegio de tener una Villa Carmen. La mayoría de los hombres y mujeres que se han descolgado de los Andes para descender al Manu viven en la miseria. El infierno de la pobreza está cercando al paraíso de la biodiversidad-, lanza provocador el “Colorado”.
-Es cierto, ojalá hubiera muchas Villas Carmen para todos los hombres y mujeres que buscan “El Paititi” en el Manu. Aunque todos han llegado aquí con esa ilusión. Incluyendo a Sven Ericsson, el sueco que entregó parte de su vida a la construcción de la carretera, a Augusto B. Leguía, el dictador del “oncenio” que tuvo su fundo en Pilcopata y mucho más antes, a la princesa Isabel Chimpu Ocllo que buscó el tesoro aquí, en Abisca, sin imaginar que medio milenio después, sería yo el que lo encuentre-, dice sonriendo y, otra vez, Musmuquín, el “Colorado”, el Shamán y el Zapatón esperan la gran revelación.
El 12 de abril de 1539 nace el primer hijo de la pareja Garcilaso de la Vega y Chimpú Ocllo. Es bautizado como Gómez Suárez de Figueroa, el nombre de uno de sus abuelos. Un año después, nace Isabelita.
En su casa de Cusipata parece reinar la felicidad. Pero a veces en la gran estancia penetra volando la mariposa negra de la mala suerte y hay días en que una serpiente se atraviesa en el camino de la princesa cuando ella camina en la arboleda de las manos de sus dos hijos. Tiene sueños y malos presagios que han puesto una sombra de duda y de temor en sus hermosos ojos.
-El español Juan de Betanzos acaba de oficializar su unión casándose por la iglesia con Huaylas Ñusta. Creo que tienes que oficializar tu relación con Sebastián por la iglesia. Tus hijos son llamados bastardos por los españoles-, le dijo un día su madre la Coya Túpac a Isabel.
-Madre, no hay día que no le haga recordar su promesa matrimonial. Pero no me escucha y últimamente me agrede y me insulta-, confesó Isabel.
La tormenta anunciada finalmente estalló en 1549. Ese año, el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas contrajo matrimonio con la española Luisa Martel de los Ríos y obliga a Isabel a casarse con Juan de Pedroche. Isabelita tenía 9 años y Gómez Suárez de Figueroa 10.
La dolorosa ruptura obliga a Isabel Chimpú Ocllo a partir al Manu, a su hacienda Abisca, en busca de “El Paititi” del olvido y de la riqueza de la coca.
Bernardino Perdiz tenía 23 años cuando partió al Manu para amasar oro en vez de estar alimentando día y noche la caldera de vapor del “Adolfito” con rajas de capirona. Con sus libras esterlinas ahorradas avaramente en su trabajo de fogonero compró pasaje en una pequeña lancha que hacía la ruta del Ucayali, el Mishagua, el Urubamba y el Camisea. De allí contrató una partida de indios que le guiaron por el entonces ya famoso “Istmo de Fitzcarrald”.
Dos décadas después de esta travesía y mientras descorchaba un añejo vino “Romaríz” cosecha 1879 comprado directamente en la Casa Romaríz de Portugal rodeado de sus amigos los Yábar, los Núñez del Prado, los Muñiz y los Rodríguez, le gustaba evocar esta travesía juvenil siguiendo las huellas de Carlos Fermín Fitzcarrald y ponderando la audacia de éste que entre junio y setiembre del año 1894 había logrado la hazaña de transportar la lancha a vapor “Contamana” de 60 toneladas a lo largo de 10 kilómetros sobre una colina de 500 metros de altura entre el río Serjali, en la cuenca del Ucayali, y el Caspajali, en el Manu y Madre de Dios con la ayuda de más de un millar de indígenas.
-Hay que tener las agallas y los cojones de un Fitzcarrald para acometer una empresa como esa, coño-, repetía.
Con los estímulos del vino también solía evocar la navegación a lo largo del río Manu hasta la desembocadura en el río Madre de Dios, sobre todo recordaba el ataque que sufrió la lancha por un hambriento cocodrilo de 10 metros que había olido la sangre de un tapir muerto esa mañana, la permanente lluvia de flechas indígenas que les caían a cualquier hora del día y el espectáculo inolvidable de las blancas playas del Manu y en cuyas orillas se asoleaban centenares y miles de cocodrilos, incontables tortugas fluviales y, a veces, grupos de indios desnudos escarbando en la arena los huevos de las tortugas que luego se los comían crudos.
-Aunque sólo el paraíso bíblico se habrá parecido al Manu, pero el paisaje me hacía recordar mi niñez y mis bosques en Vitoria-, recordaba nostálgico.
Con las libras que aún le quedaban en su faltriquera, alquiló una estrada de shiringa en el río Tambopata donde, muy pronto, entró en conflicto con otros caucheros que empezaban a llegar de todas partes, desde Arequipa y Puno por la vía de Tirapata aguas abajo del Alto Tambopata y desde el Cusco por la ruta de Paucartambo, Pilcopata Alto y Medio Madre de Dios. Muchos de esos caucheros anclaban definitivamente en Puerto Maldonado para dedicarse a lo que sea. Hasta que un día estuvo a punto de ser asesinado por un disparo de carabina Winchester. Providencialmente un amigo no sólo lo salvó del disparo, sino que le mostró la ruta de su nuevo destino:
-No te quedes aquí, español. Vete al Manu, allí todo está virgen, incluso las mujeres-, le dijo y esa frase que le trajo a la memoria a Carmen, también le dio el impulso definitivo en su vida. Un mes después estaba ya en Pilcopata, buscando el oro de “El Paititi”.
Isabel Chimpú Ocllo salió de su casa de Cusipata un amanecer del mes de junio, el mes más frío de los Andes, acompañada de su hija Isabelita, su Aya Tocta y cinco hombres encargados de su seguridad y protección. El niño Gómez Súarez de Figueroa, a la sazón de 10 años, que vivía con su padre el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas se quedó en el Cusco.
Siguiendo el camino incaico construido en la mayor extensión por su abuelo Túpac Yupanqui y por su tío Huayna Cápac, Isabel y su séquito avanzaron los dos primeros días hasta Paucartambo. Luego de un reparador descanso de dos días en una de las casas de su abuelo, el Inca Túpac Yupanqui, siguieron el camino hacia la cumbre de Acjanaco. Allí se detuvieron algunas horas en un tambo preparando una ofrenda al Apu Cahuacñahui,” el ojo que vive” mirando y vigilando los dos mundos que allí se encuentran: los Andes y el mar verde de la Amazonía.
El camino incaico llegaba hasta Acjanaco. A partir de allí, sólo existía una trocha que caía sobre los abismos cubiertos por una neblina impenetrable y que convertía a los bosques de árboles enanos arropados de musgos como barbas en un paisaje fantasmal. Pese al extremo cuidado de los cinco hombres encargados de su protección, Isabel temía por su pequeña hija en la maraña poblada de serpientes y todo tipo de alimañas, felinos y osos que el grupo avistaba a cada paso y además del riesgo de una pisada en falso o un resbalón imprevisto que podría dar con uno de ellos en el fondo del abismo donde los ríos bramaban como fieras hambrientas.
Al atardecer del primer día de travesía, los hombres improvisaron un pequeño tambo de cueros de llama. Como todavía estaban en el corazón del bosque de neblina y hacía frío, recurrieron a mantos de alpaca y vicuña para calentarse. Esa primera noche, Isabel casi lo pasó en vela. En los breves e intermitentes momentos en que conciliaba el sueño, era presa de terribles sueños y pesadillas. Serpientes que ella no había visto jamás en Yucay se le aparecían y le hablaban en un lenguaje e idioma inintelingibles. Al día siguiente amaneció triste y fatigada, pensando en los trágicos anuncios que representaban esas serpientes aunque para su fuero interno ya no había nada más trágico que la traición del capitán Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas.
Conforme bajaban de las alturas, la neblina fue borrándose, los árboles enanos y con barbas de las alturas fueron reemplazados por árboles gigantes con sus barbas transformadas en lianas que colgaban hasta el suelo húmedo y del que emergía un vaho caliente como el resuello de una bestia. Isabelita, adaptada rápidamente a las condiciones del clima y del viaje, había aprendido a divertirse observando la vida animal que sostenía ese rico bosque cargado de aromas y de frutas: monos de aspectos curiosos que se asomaban a observar al grupo, aves de múltiples colores incluyendo los del arco iris y mariposas de formas y colores inverosímiles y millones de insectos disputándose la maravillosa vitalidad de la naturaleza.
Al quinto día de viaje, desde la cresta de una colina, pudieron por fin mirar el océano verde del valle de Kosñipata. Isabel Chimpú Ocllo sacó de su pequeña chuspa cinco hojas de coca y las acarició suavemente.
-Te agradezco Mama Coca por habernos traído hasta Kosñipata. El resto de mi vida estará dedicada agradecerte y a cuidarte en Abisca-, dijo y dos pequeños arroyos salados se escurrieron de sus ojos.
-Bueno, mis queridos amigos, ha llegado la hora de la revelación del gran secreto de Villa Carmen-, anunció Abel Muñiz Ortega con un tono de aparente solemnidad en su voz.
-Pero antes de nada, quiero anticiparles lo siguiente: no voy a decir una palabra del secreto si antes cada uno de ustedes no confiesa la razón de por qué ha llegado hasta el Manu. Porque no conozco una sola persona en este mundo que haya venido al Manu y que no tenga un objetivo en su vida. Empecemos entonces con Zapatón-, agregó, dirigiendo la mirada al alto y barbudo economista que todos lo nombraban con esa chapa porque decían que no necesitaba esquíes para la nieve porque con el tamaño de sus zapatos bastaba y era suficiente.
Zapatón empezó narrando su niñez y adolescencia en Lima, sus estudios en una universidad para la clase media peruana y su temprana adscripción a las ideas revolucionarias en boga en los años setentas del siglo XX que, paradójicamente, lo situaron a contracorriente del pensamiento político de su padre. Por sus ideas y proyectos de vida tuvo que abandonar el Perú y se comprometió a fondo con los movimientos revolucionarios centroamericanos posteriores a la revolución cubana.
Regresó al Perú dispuesto a contribuir a la construcción del socialismo en el Perú. Pero los años pasaron y sus sueños se convirtieron en pesadillas cuando los partidos supuestamente revolucionarios se fraccionaron y dividieron y en medio de esta balcanización y de un estado de anomia en que se sumió la sociedad peruana emergió Sendero Luminoso que durante una década pretendió demoler al Estado peruano con su utopía sangrienta de construir un nuevo Estado de esas cenizas. Hijo putativo de este caos y violencia fue Alberto Fujimori. Si Sendero Luminoso dinamitó materialmente el Perú, Alberto Fujimori lo demolió ética y moralmente.
-El resto ya lo conocen ustedes. Estoy aquí porque me he dado cuenta que no hay “El Paititi” de la riqueza sino el infierno de la pobreza ronda el paraíso. A diferencia del cielo, aquí en la Tierra no pueden coexistir el paraíso de la riqueza con el infierno de la pobreza-expresó con convicción.
-Sigue ahora el Shamán. Lo primero que queremos que nos revele es por qué le dicen shamán-, propuso Abel Muñiz Ortega, dirigiéndose a ese hombre ya maduro y cuyas canas resaltaban en su rostro cetrino y sereno.
-Bueno, yo voy a ser muy breve. El único que me dice Shamán es Zapatón, porque soy un practicante del shamanismo con ayahuasca y porque creo que esta planta maestra, “la soga de los muertos”, es la clave del pensamiento y el saber amazónicos. Mediante la ingestión del ayahuasca y los estados visionarios que el alucinógeno ritual produce por efecto del alcaloide harmalina o harmina he llegado al conocimiento y al convencimiento que en la Amazonía está el presente y el futuro de un nuevo Perú. El ayahuasca y el shamanismo me han revelado “El Paititi” del Perú del siglo XXI. Por eso estoy aquí-, dijo con su tono persuasivo y su acento sosegado.
Antes que Abel Muñiz Ortega anunciara al tercero en la lista, el “Colorado” se adelantó y contó que su chapa venía su aspecto sanguíneo heredado de sus antepasados ingleses. Narró con lujo de detalles su largo trajín por el Perú, siempre comprometido con la causa de los más pobres, vocación que también le llevó a dejar el país para vincularse a procesos de cambio y transformación en otros lugares del mundo.
-Ahora soy un creyente de que toda transformación empieza en la mente de la gente y por eso ahora estoy dedicado a la capacitación y la comunicación. De alguna manera quienes buscaron “El Paititi” a través de los siglos buscaron lo que ahora persigo en el Manu, hacer que la gente descubra “El Paititi” en sí mismo. En eso coincido con una frase que dijo el Shamán-
Los ocho ojos se dirigieron a Musmuquín. Todos esperaban la historia de la vida de esa muchacha de 29 años que aparentaba mucho menos edad y que por su belleza e inteligencia y por su oficio de fotógrafa suponían dueña de una vida intensa y llena de aventuras galantes.
-Voy a hacerles una confesión que les sorprenderá y quizás les provocará decepción: soy una persona con una profunda fe y convicción religiosas que ha renunciado a todas las glorias humanas. Mi búsqueda es espiritual y la cámara es para mí como un gran ojo que me está ayudando a buscar y encontrar la revelación de ese objetivo y esa meta: la fotografía de mi propia vida espiritual. Ese es “El Paititi” para mí-
Todos se quedaron mudos luego de escuchar esa confesión.
Apenas puso los pies en el valle de Kosñipata, Bernardino Perdiz juró que había llegado a ese lugar perdido en los quintos infiernos del mundo sólo para ser un hombre rico. Con lo que le quedaba de sus ahorros y una mediana herencia que le había dejado su tío el panadero de Vitoria al morir compró a precio de remate el fundo Abisca, practicamente abandonado luego de un ataque mortal de malaria que hubiera podido diezmar a la población del valle sino se produce la llegada oportuna y providencial de un médico de Paucartambo con una suficiente dotación de quinina.
Perdiz tenía fama, desde sus días de horneador de pan en Vitoria, de fogonero en la lancha “Adolfito” y de acopiador de látex de shinringa en el Tambopata, de ser un trabajador sin competidores. Cuando trabajaba no sabía de relojes ni de horarios. Sólo de detenía un instante para devorar algo que nunca debería faltar en su mesa: un trozo de jamón “Serrano” español, pan de cualquier tipo y un vaso de vino rojo. Con el tiempo y cuando su primera paila se llenó de libras esterlinas, sustituyó el jamón por la comida de los dioses de Euskadi, un plato de bacalao al Pil Pil y su botella de vino de “La Rioja” servido por un cocinero vasco exprofesamente contratado para satisfacer sus gustos subaríticos.
Pero también tenía fama de duro, autoritario y hasta cruel.
-Coño, yo soy un hombre de Euskadi. No me vengan con delicadesas femeninas, con mariconadas-, protestaba cuando le llegaban las quejas, protestas y críticas por su trato con frecuencia brutal con sus peones, en particular los indígenas amazónicos.
Pronto, en muy pocos años, el fundo Abisca que él había rebautizado con el nombre de “Villa Carmen” en recuerdo y homenaje a la alavesa de Amarita, se transformó en un emporio económico. El fundo, además de la casa principal donde vivía el patrón, tenía diversas construcciones e instalaciones, dos grandes almacenes para guardar las bolas de caucho antes de su exportación, otra construcción de madera con bases de piedra donde funcionaba la tienda de artículos y productos de todo el mundo para abastecer a los habilitados y éstos a su peones. Además de un sotechado de cien metros de largo donde se alojaban sólo una parte de los quinientos trabajadores entre hombres y mujeres que trabajaban día y noche para el vasco de Gasteitz.
Sus habilitados blancos y mestizos, patrones a la vez de decenas y centenares de indios, estaban estratégicamente ubicados y asentados en las áreas de mayor riqueza del Hevea brasiliensis, a lo largo y ancho de los ríos Tono, Piñi Piñi, Carbón, Palotoa y aguas abajo del Alto Madre de Dios e incluso el río Manu, donde con frecuencia disputaba a balazos la ocupación de esas áreas con otros caucheros.
Mantenía conexiones con los patrones del caucho de toda la cuenca amazónica, en particular con el magnate boliviano Nicolás Suárez y el poderoso barón del caucho peruano, Julio César Arana del Águila, además de los ricos extractores del Acre, Manaus y Belém do Pará y con las casas importadoras de Londres y Liverpool.
Bernardino Perdiz tenía la costumbre de vigilar personalmente la llegada de las remesas de caucho en los dos grandes almacenes, así como de revisar los libros de recepción de las remesas de su treintena de habilitados. En una ocasión, descubrió que la remesa de uno de sus habilitados había descendido considerablemente. Cuando indagó las causas, el patrón habilitado denunció que los indígenas Huachipaire que trabajaban con él “amarraban el macho”, además de que perdían mucho tiempo en el bosque realizando cultos extraños y misteriosos junto a un árbol que ellos llamaban Wanamey, un árbol sagrado de donde habían descendido todos los Huachipaire que habitaban el mundo.
Perdiz hizo desnudar a los diez promotores del culto a Wanamey y ordenó primero azotarlos con ishanga, una ortiga extremadamente irritante y tóxica y seguidamente ordenó que los amarraran en árboles de tangarana, un árbol donde habitan hormigas venenosas y carnívoras. Todos murieron. Luego viajó a Iquitos y al Putumayo para contratar indios Boras que, según decía, habían sido ya domesticados por los capataces barbadenses en los campamentos caucheros de Julio César Arana del Águila. Los Boras en “Villa Carmen” fueron sometidos a los mismos trabajos forzados que los Huachipaire que, mientras Perdiz estuvo en Iquitos y el Putumayo, huyeron en desbandada a los lugares más inaccesibles del valle del Kosñipata.
Todo el mudo sabía que en los años de auge del caucho Bernardino Perdiz había guardado su fortuna en libras esterlinas inglesas en grandes pailas de cobre que habían sido enterradas secretamente en los interiores de su propia casa y en los extensos terrenos de la hacienda. Cuando vino la debacle de los precios del caucho peruano por la competencia del caucho de Malasia y de otras colonias inglesas, despidió a toda su gente y se quedó sólo con su hija, llamada también Carmen, que había nacido de una aventura ocasional con una muchacha de Paucartambo, a quien había conocido durante la fiesta de la virgen Mamacha Carmen.
Carmen, que tenía 20 años y había heredado de su madre unas largas trenzas negras y ojos enigmáticos como las noches andinas y de su padre su tez blanca y su talla pequeña, estaba rodeado de pretendientes. Bernardino Perdiz los ahuyentaba a todos con insultos y humillaciones.
-Coño, estos vienen sólo pensando en quedarse con mis pailas y la gallinita de chacra que eres tú-, decía aludiendo a su fortuna y a su hija kosñipateña.
Pero uno de ellos, Percy Uceda, jamás renunció al sitio que había planeado en torno a Carmen porque su objetivo estaba más allá de las humillaciones y fue el que finalmente se casó con la muchacha. De él decían las malas lenguas que una noche de lluvia en Villa Carmen asesinó a Bernardino Perdiz mientras éste desenterraba una de sus pailas al pie de una inmensa lupuna barriguda. Uceda hacía correr la versión que Perdiz se había ahogado borracho una noche en el río Piñi Piñi y su cadáver nunca fue encontrado.
-Mi suegro descubrió “El Paititi” y creo que yo también lo encontré-,
decía con sorna cada vez que alguien le preguntaba por el origen de su fortuna.
Abisca tenía una extensión de 200 topos sembrados de coca en una tierra plana y lluviosa, como era el clima habitual en el Antisuyo. Al borde de los cocales, los yanaconas y también los Huachipaire que trabajaban la tierra de los cocales, además de otros pobladores del valle en faenas de Minka, habían plantado árboles frutales que servían de alimento tanto a seres humanos y animales. En épocas de floración y cosecha, miríadas de aves llegaban a esa cortina boscosa para alimentarse, así como sajinos, huanganas, venados, tapires, añujes y picuros. Con frecuencia, en las primeras horas de la mañana, junto a las bandadas de loros, guacamayos y oropéndelas, también llegaban los monos choros, maquisapas, huapos colorados y negros a comer anonas, papayas, piñas, uvillas y pacaes.
-Mamay, llévame a ver los pájaros-, pedía la niña Isabelita, bien temprano al levantarse porque le fascinaba ver a las aves comiendo en el bosque.
La coca producida en Abisca se utilizaba solamente para el uso de la destronada familia real y para los ritos del pago a la Pachamama, el culto a Inti y para pronosticar los grandes eventos que acontecerían luego de la caída del Imperio. Era una coca sagrada sembrada en suelos que se araban con chaquitajlli y se fertilizaban con peces que se enterraban, guano de aves marinas y con la materia vegetal del propio bosque. Una vez al año, en el mes de julio, la propia princesa Isabel Chimpú Ocllo presidía la ceremonia de purificación terrenal de Anta Situwai, la constelación de la copa de la coca de Kukaa Manka.
Abisca era el refugio y el exilio perfecto para la princesa Isabel Chimpú Ocllo: la contemplación de la naturaleza exuberante de vida, la palabra del río hablándole sin pausa sobre el transcurrir eterno del tiempo, la música de la lluvia como un sedante para calmar las urgencias de su cuerpo, los mitos y leyendas narradas por el Amauta sobre “El Paititi”, el amor de su hija adolescente y sobre todo el bálsamo espiritual de Mama Koka habían cicatrizado sus heridas más profundas.
Pero con frecuencia esas heridas volvían a sangrar y esta paz se alteraba brusca y dramáticamente con las noticias que llegaban del Cusco. Como la noticia del nacimiento de Blanca de Sotomayor, la hija del capitán Sebastián Garcilaso de la Vega y Vargas en Luisa Martel y aquella que podría dar un giro inesperado a su destino: el joven Gómez Suárez de Figueroa de 19 años acababa de entrevistarse con el Inca Sayri Túpac, luego que éste dejara su refugio y cuartel general de resistencia en Vilcabamba. Este encuentro, pensó, podría modificar el curso de la vida de Gómez Suárez de Figueroa.
Agobiada por los presagios, llamó al Altomesayoc de Q”uero para un ritual de lectura y predicción del futuro. Éste seleccionó las hojas ceremoniales, tomó su llajkta y comenzó a picchar. El tiempo circular parecía detenido en el silencio sacralizado. Pasado un tiempo de minutos, el sumo sacerdote escupió el jugo de la coca y miró extasiado cómo las gotas caían en la palma de su mano.
Sereno y profundo, le comunicó a la Isabel Chimpú Ocllo:
-En las gotas de la sagrada coca puedo ver por el agujero del tiempo el movimiento de la Pachamama Estoy mirando un Pachacuty. El tiempo volverá a poner las cosas como en el principio-anunció gravemente el Altomesayoc de Q”uero.
Terminada la caremonia, Isabel Chimpú Ocllo pidió a su Aya Tocta que
la acompañara al río Alto Madre de Dios, a una orilla desde donde podía mirar la cresta aserrada del Pantiacolla, la cuna de “El Paititi”. Con una mocahua derramó agua sobre su cabeza y luego arrojó su ropa a la corriente. En las aguas que le lavaron el cuerpo y en sus ropas arrastradas por la corriente del río se iba toda la carga oscura del pasado. Estaba preparada para el gran Pachacuty.
-No puedo negarlo. Como todos los que han llegado al Manu, yo también tenía puesto mis ojos en la riqueza de “El Paititi” y la compra de Villa Carmen en 1981 tenía un objetivo primordial: encontrar siquiera una de las pailas repletas de libras esterlinas que había dejado enterrando Bernardino Perdiz-, empezó revelando Abel Muñiz Ortega.
De mañana a tarde, de la noche a la madrugada, vivía obsedido por las pailas llena de libras esterlinas. Clandestinamente, sin ser visto ni por su mujer ni sus trabajadores, cavó allí donde se suponía que Bernardino Perdiz había enterrado una de sus pailas al pie de una lupuna barriguda que un rayo había partido hacía muchos años. Compró en el Cusco un magnetómetro detector de entierros de tesoros con el cual exploró de cabo a rabo las 3 mil hectáreas de Villa Carmen.
Fue precisamente durante esas horas, días, semanas, meses y años hasta sumar un cuarto de siglo de búsqueda con el magnetómetro cuando fue descubriendo, conociendo, escuchando y dialogando con los aguajes, los cocoteros, los pijuayos, los cedros, las caobas, los shihuahuacos, las lupunas, los ceticos, los tornillos, las shiringas, las castañas, las uñas de gato y centenares de plantas más y sus habitantes animales cuando le fue revelado la increíble y maravillosa relación y armomía entre ellas, los animales y los seres humanos.
Entonces, abandonó el magnetómetro en un cajón de su escritorio e inició una búsqueda mayor: descubrir el secreto de la vida de las plantas y los animales a través del animismo que revela que todo tiene ánima y del panteísmo como unidad de todo lo viviente, concluyendo que el animismo y el panteísmo indígenas son un retorno a la creencia original que el hombre desde el principio de los tiempos ha estado integrado a la naturaleza. Para profundizar en su búsqueda y llegar “al meollo del asunto”, como solía pensar, recurrió a un poderoso curandero indígena Huachipaire para, mediante el ayahuasca, “la soga de los muertos”, hablar en visiones con las madres de las plantas.
Las madres de las plantas, sobre todo la madre de todas las plantas maestras del bosque tropical, el ayahuasca, le ayudaron a reflexionar sobre lo que es fundamental para entender la naturaleza amazónica: la diferencia de lo que es naturaleza y realidad para Occidente y lo que naturaleza y realidad para la cosmovisión indígena. Para Occidente, el concepto de naturaleza y de realidad es sólo material y ésta es la base de lo real. En cambio, para la cosmovisión de los pueblos indígenas de la Amazonía la realidad tiene aspectos materiales y no materiales, visibles y no visibles. Esta realidad es un cosmos único, pero ese cosmos es una unidad en la diversidad y la multiplicidad. Es la unidad de lo diverso porque está conformado por diversos mundos ubicados en espacios y planos espaciales diferentes que son los mundos del río, del monte, de la cocha. Estos mundos están habitados por las esenciales primordiales de las cosas, las madres de la naturaleza, del bosque, del río, de los animales. En tiempos primordiales todos eran gente, antes de que este mundo se quebrara y fraccionara a causa del comportamiento humano. Muy pronto este mundo volverá a ser lo que era antes, una Tierra Sin Mal como lo anuncian los mitos indígenas amazónicos.
Para comparar la cosmovisión indígena panteísta y animista y la filosofía occidental se quemó las pestañas durante largos meses y años estudiando a los filósofos panteístas occidentales, comenzando con el griego Plotino que sostenía que Dios es uno y está en todas partes, es decir, en la naturaleza, a través del concepto de emanación. Revisó también a Spinoza y su teoría de la consubstanciación Dios-Sustancia-Naturaleza, además de los panteístas alemanes Fichte, Schelling y Hegel para quienes la naturaleza se identifica con la idea y que se resume con el famoso aforismo de Hegel: “Lo que es ideal es real, lo que es real es ideal”.
El largo monólogo de Abel Muñiz Ortega se detuvo cuando Musmuquín le interrumpió para decirle:
-Ahora entiendo por qué has decidido quedarte para siempre en Villa Carmen. Has encontrado todas las pailas de libras esterlinas que Bernardino Perdiz enterró-
-Bernardino Perdiz sólo vio uno de los aspectos de la realidad amazónica: lo material y esto es lo que enterró. Pero la realidad material es sólo una parte de la riqueza amazónica. “El Paititi” es sólo una metáfora.
La verdadera riqueza de “El Paititi” está mucho más allá de esta realidad material que luego de 25 años de búsqueda por fin lo encontré- dice y un silencio ritual inundó el comedor de Villa Carmen.