El autor explica cómo la in-justicia cometida contra los cinco anti-terroristas cubanos es similar a la aplicada a las naciones originarias en el actual territorio de yanquilandia.
En la reciente burla seudojusticiera que ha dejado otra vez libre al terrorista confeso Posada Carriles, bueno es no olvidar el contexto de sometimiento imperial, que niega tratados firmados con los Pueblos, y vulnera por la fuerza militar leyes internacionales como las de la Corte Penal Internacional «no aplicable a soldados norteamericanos».
El sistema de justicia que condenó a los Cinco
I – La ley contra el indio
Por Salvador Capote
Cinco cubanos inocentes permanecen en cárceles estadounidenses cumpliendo desmesuradas condenas. ¿Qué sistema de justicia es ése que, contra toda lógica y razón, y frente al clamor universal, les niega la libertad que merecen y los somete con frecuencia a duros castigos?
El imaginario estadounidense acerca de la justicia se fundamenta en el enunciado de la Declaración de Independencia según el cual “todos los hombres son creados iguales”. Sin embargo, nunca, ni antes ni ahora, los que habitan estas tierras han sido iguales ante la ley. Por el contrario, el sistema de justicia de Estados Unidos rezuma discriminación, soberbia, crueldad y sangre a través de toda su historia, desde el siglo XVIII hasta lo que va del siglo XXI.
¿Qué sistema de justicia condenó a los Cinco? …Comencemos la disección mostrando qué leyes fueron creadas y cómo se aplicaron contra los dueños primarios de este país, los americanos nativos o indios que, sometidos a un prolongado proceso de destrucción de su cultura, robo de sus tierras ancestrales y exterminio, han tenido que vivir en remotas y áridas reservaciones y con mayores niveles de pobreza que ningún otro grupo étnico.
En los albores de la República, en 1778, las tribus Delaware propusieron lo que hubiera sido una alternativa racional a la guerra, la creación de un Estado indio que formaría parte de la Unión. Otras propuestas similares surgieron posteriormente, pero el Congreso siempre se negó incluso a considerar la idea. Durante la legislatura de 1789 de Massachusetts, se aprobó una ley que dejaría bien claras las intenciones con respecto a los indios. Esta ley prohibía enseñarles a leer y escribir “bajo pena de muerte”.
La Ley de Desalojo de 1830 (Indian Removal Act), considerando a los indios inherentemente inferiores a los blancos, los despojó de sus tierras y los obligó a trasladarse a las reservaciones. El episodio más bochornoso de estos traslados (1838) se conoce como “El Camino de las Lágrimas” (“Trail of Tears”): 17,000 cheroquees fueron obligados por el U.S. Army a abandonar sus hogares en el norte de Georgia y trasladarse a Oklahoma. En el trayecto de 1,200 millas a pie, en lo más crudo del invierno, los despojaron de sus alimentos y mantas. Alrededor de 4,000, principalmente niños, mujeres y ancianos, murieron en el camino. Muchos políticos y militares, incluyendo el presidente Andrew Jackson y sus amigos, lucraban en negocios de especulación con las tierras de los indios. En 1842 los Seminoles fueron desalojados después de una larga y cruenta guerra. El robo de sus tierras a las tribus fue una historia de horror sin precedentes.
Entre las muchas leyes, disposiciones del Ejecutivo y regulaciones del BIA (Bureau of Indian Affairs) destinadas a destruir la cultura indígena, se destaca la Ley General de Reparto de 1887 (General Allotment Act o Dawes Act) que puso fin a la propiedad comunal de la tierra, distribuyéndola en lotes individuales entre las familias indias. Esta ley completó la destrucción de la organización tribal al separar áreas dentro de las reservaciones para su compra por el gobierno y venta posterior a colonos blancos. De esta manera, continuó el despojo aún dentro de las reservaciones. En poco tiempo, las tierras en poder de los indios se habían reducido en millones de acres.
La ley Dawes, que se promocionó cínicamente como beneficiosa por su influencia supuestamente civilizadora determinó, por el contrario, la fragmentación de las comunidades indias y su pobreza crónica, ya que la aridez de la tierra no permitía la subsistencia de las familias por separado, sin el apoyo de la organización comunal. Por otra parte, las tribus que habían sobrevivido, las que no fueron masacradas, disgregadas o asimiladas por la fuerza, la administración de justicia continuó considerándolas como entidades ajenas a Estados Unidos.
Desde los tiempos coloniales los indios han sido considerados por las clases dominantes de Estados Unidos como “una raza inferior”. Una joya de paternalismo racista fue una decisión de la Corte Suprema en 1894 (1): “Los Estados Unidos serán gobernados por consideraciones de justicia que habrán de controlar al pueblo cristiano en su tratamiento de una raza ignorante y dependiente”.
El enfoque varía desde el paternalismo romántico o hipócrita hasta la atribución de los rasgos más crueles de la barbarie, pero todas las posiciones han sido racistas y discriminatorias. Los debates congresionales, las declaraciones presidenciales y las decisiones de las cortes de justicia, están llenas de opiniones que transpiran estereotipos peyorativos y prejuicios, cuyo telón de fondo es el criterio de que los indios no tienen los mismos derechos legales que el resto de los ciudadanos de Estados Unidos. De hecho, la Corte Suprema les negó en varias ocasiones la ciudadanía. No fue hasta 1924 que el Congreso reconoció su condición de ciudadanos (Synder Act) pero su derecho al voto no fue admitido en todos los estados hasta 1948.
Con frecuencia, la discriminación se disfraza con la intención benevolente de “humanizar”, “civilizar” o “cristianizar” a los indios. A pesar de que lo prohíbe expresamente la Constitución, el Congreso de Estados Unidos destinó fondos periódicamente para misiones de proselitismo religioso entre los indios, interfiriendo, con fondos del gobierno, en sus creencias religiosas. Con frecuencia también, el odio y la intolerancia se disfrazan de pragmatismo y se alega la necesidad de apartar a las tribus para que no estorben el progreso, justificando de este modo el genocidio.
Otras leyes, en las cuales subyace el criterio de que el gobierno sabe lo que es mejor para los indios y no necesita consultarles, fueron impuestas para implementar políticas educacionales obligatorias y racistas. Decenas de miles de niños indios fueron aislados de la influencia de la tribu y del hogar, se les asignaron nuevos nombres en inglés, sólo podían aprender lo que habría de ser útil en una sociedad de blancos, los vistieron con uniformes grises, se les cortó el pelo, se les prohibió comunicarse en sus idiomas maternos y se les obligó a participar en los cultos cristianos; todo ello acompañado de severas y con frecuencia crueles medidas de disciplina. El objetivo de estas escuelas federales era la asimilación forzosa, no la educación. El hacinamiento, mala alimentación y condiciones higiénicas deplorables causaron incontables muertes. Muchos casos de abuso sexual están bien documentados.
La guerra contra los indios comenzó en Acoma, en lo que es ahora New Mexico, en 1599, y se puede considerar que terminó en 1890, el año en que los soldados del U.S. Army masacraron a los Sioux en la Reservación de Wounded Knee. Más de cuatro siglos de fiera y heroica resistencia indígena se ignoran casi completamente en los libros de texto de Estados Unidos. Nacida la República, todo el aparato jurídico y militar del país se puso en función de desposeer de sus tierras y su cultura a los pueblos indígenas.
De los millones de indios que poblaban el territorio de lo que es hoy Estados Unidos, quedaban en 1890 sólo 228,000 sobrevivientes sometidos a un proceso de aculturación destinado a destruir su identidad y robarles su idioma, sus tradiciones, sus costumbres, sus convicciones religiosas. Pero muchas tribus se negaban tozudamente a desaparecer. Continuaban resistiendo y adaptándose a todas las adversidades.
En 1934, la ley Dawes fue, al fin, abolida, después de 57 años de oprobio. La nueva ley (Indian Reorganization Act de 1939) les devolvió el derecho a crear sus propias organizaciones de gobierno y prohibió (demasiado tarde) la venta de tierras en las reservaciones a personas o instituciones no indias. Por esa fecha, sólo quedaban a los indios 86 de los 138 millones de acres que tenían cuando se promulgó la ley Dawes y éstas eran, obviamente, las de menor valor agrícola (2). No obstante, los indios continuaron perdiendo las propiedades de sus tierras mediante trampas legales de los que se aprovecharon de su ignorancia, su indefensión y su pobreza. En 1960 sólo les quedaban 53 millones de acres, 1/3 del territorio original de las reservaciones, incapaz de sustentar la población india (3).
En el siglo XIX, las leyes del apartheid estadounidense confinaron a los indios en las reservaciones; en el siglo XX, otras leyes les arrebataron la mayor parte de los territorios segregados.
Actualmente, más de la mitad han abandonado los ghettos y viven en los suburbios de los centros urbanos, muchos de ellos en la más absoluta miseria.
Una decisión de la Corte Suprema (1987) y una ley de 1988 (Indian Gaming Regulatory Act) establecieron que las leyes estatales contra el juego no son aplicables en las reservaciones. Esto permite a las tribus abrir casinos cuyos ingresos podrían proporcionar el dinero necesario para programas de salud, educación y vivienda, sobre todo si se tiene en cuenta que el desempleo en las reservaciones ronda el 70 % y pocos miembros de las tribus poseen propiedades y pueden pagar impuestos. Sin embargo, muchos dirigentes indios consideran –con razón- que los casinos estimulan el crimen, la prostitución, las drogas y la corrupción entre los jóvenes. Permitir en las reservaciones lo que se prohíbe fuera de ellas me parece una política aberrante que no puede justificarse por razones económicas. ¿Se permiten los casinos para ayudar a los indios o para acelerar su degradación?.
Más de 400 tratados con las tribus han sido sistemáticamente desconocidos o violados por los sucesivos gobiernos norteamericanos, y las leyes promulgadas para destruir su modo de vida constituyen probablemente el mejor ejemplo conocido de imperialismo cultural. Con su confinamiento en las reservaciones, muy alejadas generalmente de sus tierras ancestrales, los indios tuvieron que abandonar los cementerios donde habían enterrado a sus antepasados. De acuerdo con la Smithsonian Institution, los museos de Estados Unidos poseen miles de esqueletos indios y se niegan a devolverlos a las tribus para su entierro alegando que necesitan más tiempo para estudiarlos. Tampoco devuelven los objetos sagrados ceremoniales ocupados en gran parte como botín de guerra. Una ley de noviembre de 1990 (Native American Graves Protection and Repatriation Act) ordena a museos y otras instituciones científicas la devolución a las tribus de todos los objetos sagrados, pero la ley presenta muchos agujeros, entre ellos quién debe definir el carácter “sagrado” de los objetos.
Varias leyes, federales y estatales, han prohibido a los indios la libertad de culto. Condenas de hasta 30 años de cárcel se aplicaban a los líderes espirituales que practicasen su religión. No fue hasta l978 (American Religious Freedom Act) que se permitió a los indios celebrar de nuevo ceremonias religiosas. Pero la libertad de culto en todas sus manifestaciones no les fue otorgada hasta 1993 (Native American Free Exercise of Religious Act).
Actualmente, por supuesto, las expresiones públicas de racismo contra los indios no son permitidas ni, en general, aceptadas, pero el racismo y sus efectos persisten y se manifiestan sobre todo en los muy bajos niveles de pobreza, salud y educación. Los americanos nativos ocupan el primer lugar per capita en la población penal de Estados Unidos.
Es importante, por último, tener presente que la injusticia no sólo se manifiesta históricamente en las leyes promulgadas, vigentes o no. Leyes que conduzcan a la reparación y compensación por los daños sufridos y que aseguren el acceso de la población india a niveles adecuados de bienestar social no han sido promulgadas ni lo serán probablemente hasta que ocurran en Estados Unidos cambios estructurales profundos.
Este es el sistema de justicia de Estados Unidos, el que dio “solución final” al “problema indio” mediante el genocidio y la destrucción de un rico patrimonio cultural que contaba entre sus valores con las reglas de oro que permitían al hombre vivir en armonía con la naturaleza. Para la Confederación de Tribus Iroquesas del Nordeste, las leyes justas de buen gobierno eran las que dejaban como herencia a las nuevas generaciones, a los que aún no habían nacido, un mundo mejor. Las leyes injustas de Estados Unidos han dejado a los indios un mundo cada vez peor.
(1) Missouri, Kansas, and Texas Railway Co. v. Roberts, 152 US 114, 117 (1894).
(2) J. R. Kramer: “The American Minority Community”, N.Y.; T.Y. Cromell, 1970.
(3) W.A. Brophy and S.D. Aberle: “Indian: Unfinished Business”, Univ. of Oklahoma Press, 1966.