Javier Orozco Peñaranda
XVIII Delegación Asturiana de Derechos Humanos y Paz en Colombia.
Los hijos de la selva.
Los indígenas barí recibieron a flechazos a los primeros europeos -españoles y alemanes- que desembarcaron en el siglo 16 por el Lago de Maracaibo, adentrándose en regiones de la Serranía del Perijá en las actuales repúblicas de Colombia y Venezuela.
Los barí, “hijos de la selva” llamados “motilones” por la forma redondeada de cortarse el cabello, nunca aceptaron el dominio de los blancos que recurrieron a las armas y a las misiones de los capuchinos para someterlos.
Este pueblo guerrero, emparentado con los caribes, estaba más interesado en las herramientas de metal que en la redención eterna que le ofrecían los misioneros. Hace miles de años que siguen el mandato de Sabaseba, deidad ordenadora de su universo, como protectores de naturaleza.
Los primeros trescientos años desde la llegada de los conquistadores fueron de guerra abierta y desigual entre arcabuces y flechas, hasta finales del siglo 18.
Perdida la guerra de independencia por los reyes de España, los capuchinos abandonaron los poblados y los barí regresaron a las selvas del río Catatumbo (casa donde nace el trueno), reafirmando su resistencia a la colonización, evitando el contacto al cambiar de sitio los bohíos, defendiendo su modelo político igualitario con roles transmitidos entre generaciones, cuidando su autonomía como pueblo y conservando el barí-ara, su lengua, pero perdiendo gran parte del territorio ancestral reconocido como la región del mundo con más relámpagos y truenos.
Llegan las petroleras
El último ciclo de violencia contra los barí tiene más de un siglo y se inció cuando el gobierno colombiano autorizó la extracción de petróleo en su territorio y el uso de las armas para imponerla y protegerla.
El contrato suscrito entre el gobierno colombiano y la estadoudinense Gulf Oil se transcribió en aras de “generar confianza inversionista” en la Ley 80 de 1931: “El gobierno les prestará a las compañías contratantes la protección debida para repeler la hostilidad o los ataques de las tribus de motilones o salvajes que moran en las regiones de que hacen parte los terrenos materia de este contrato, lo que hará por medio de cuerpos de policía armada o de la fuerza pública cuando sea necesario.”
Escoltadas por tropas colombianas las petroleras gringas Tropical Oil y la South American Gulf Oil Company iniciaron un proceso violento de invasión territorial con miles de obreros, campesinos desplazados de guerras anteriores, explosivos, carreteras, oleoductos, campamentos, viviendas, casinos, aeropuertos, bases militares, tiendas, bares, caseríos y prostíbulos.
El trasiego de máquinas, cuadrillas y tropas con amparo legal para matar indios, fue una auténtica declaración de guerra del empresariado internacional y de la nación colombiana contra los barí, que se vieron abocados a otro conflicto desigual por más de treinta años. Nunca se dieron a conocer los datos reales de los millones de barriles de petróleo extraídos y de los miles de muertos que costaron, pero hoy los barí no llegan a seis mil personas.
Armados con fusiles y aviones previamente bendecidos por los curas, las tropas criollas empezaron poniendo el precio de un peso colombiano por la cabeza de cada indio rebelde muerto. Cercaron con alambres de alta tensión los pozos petroleros, envenenaron alimentos de los indios y bombardearon sus bohíos. La barbarie civilizada los hizo retroceder aún más hacia la selva profunda.
Desde esa época la ribera de “la casa donde nace el trueno” se llenó de balancines y el pecho de los militares de colmó de insignias. En los barí aumentó la desconfianza hacia la civilización.
Olson, el benefactor
Hacia 1960, siglo y medio después, los misioneros capuchinos regresaron para ayudar a pacificar a los barí, obligados de nuevo a retroceder perdiendo la tercera parte del territorio que les quedaba.
Llegaron también las misiones católicas de la Madre Laura y la misión evangélica del noruego Bruce Olson, que logró salvarse de que lo mataran a flechazos por intruso, para ganarse al final la confianza indígena con algunas obras sociales en educación y en salud.
Olson fue señalado por un antropólogo francés y por algunos colonos de ser agente de la petrolera Colpet, filial de la Shell. Fue un señalamiento injusto, nos dijo un indígena, pero en octubre de 1988 un grupo de guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional, ELN, lo secuestró.
Tras un consejo de guerra declararon que “El señor Bruce Olson ha incurrido deliberada e irresponsablemente en delitos muy graves al desarrollar una actividad explotadora y colonizadora, diezmando una tercera parte de su población durante los años de 1963 a 1970. Por la veracidad de los cargos formulados lo consideramos culpable de un crimen de lesa humanidad contra los grupos motilones de Colombia, y en consecuencia lo condenamos a la pena de muerte.»
Olson afirmó después que el comandante de la guerrilla colombiana, el sacerdote jesuíta español (Alfamén/Zaragoza ) Manuel Pérez Martínez, ordenó su secuestro para forzarle a colabor con la insurgencia en otras comunidades indígenas remisas del nororiente.
Olson es el único extranjero al que los barí consideran benefactor. No lo han olvidado, aunque no regresó al territorio. Tres veces al menos salvó su vida. Ante los bari que no perdonaban el ingreso de extraños a su territorio; superando después las fiebres de los repetidos ataques de malaria y la pena de muerte de la guerrilla que lo liberó por la presión de los barí y de otros pueblos como los sáliva, los cuiba, los yuko y los sikuani.
Años antes Olson había construido -en una explanada en medio de las selvas de la comunidad Shubakbarina (lugar del árbol de las nueces)- una escuela de paredes recias, blancas, techos altos de lata y dos aulas, en las que los barí recibieron -el 5 de marzo- a la Delegación Asturiana.
El oro negro y el mar blanco
El viaje desde Cúcuta -capital colombiana en la frontera con Venezuela- hasta el territorio barí, se convierte en la travesía por una trocha pedregosa, llena de baches, indigna de una zona explotada por multinacionales que sacan mares de petróleo hace más de un siglo.
La vía termina en el puerto de La Gabarra, en la margen derecha del río Catatumbo de aguas verdeazuladas en verano, marrones y a punto de desbordarse cuando embarcamos con las primeras lluvias de este invierno que comenzó con treinta grados de temperatura.
Aguas arriba la selva se asoma al río hecha jirones, rota por los cultivos de coca. Algunas huertas con plátanos y ceibas gigantes contemporáneas de las expediciones de Von Alfinger y Federmann se asoman a la ribera.
La barca abandona el curso del Catatumbo esquivando troncos, remontando afluentes caudalosos y muy arriba los riachuelos de aguas mansas y en algunos tramos tan someras, que los pilotos descienden para empujarla sobre las piedras lisas, mientras las iguanas toman el sol y precauciones.
Viaja en la barca una mujer barí muy joven, con un bebé en brazos que suelta la teta para mirarnos con enfado; Titira, el cacique barí de edad indescifrable; un grupo de defensoras de los derechos humanos de ACOMPAZ y del CPDH; Carmen, la madre de las Madres del Catatumbo; un antropólogo de la Defensoría del Pueblo al servicio de los indígenas, cinco personas de la delegación asturiana y dos pilotos, el de proa encargado del cabeceo de la barca en los taludes y el de popa, vigilante de que el motor no se rompa con los troncos ocultos y las piedras del fondo.
Dejamos atrás el río San Miguel, subimos por el caño Toruno y en un recodo de barrancos empinados desembarcamos. El rumor suave del agua se ahogó con el estruendo de la música.
En dos mulas se cargaron los morrales bajo la mirada discreta de algunos jóvenes que jugaban al billar.
Seguimos el camino a pié, por una senda estrecha que cruza plantaciones de coca sembradas sobre las cenizas de la selva virgen.
Son centenares, tal vez miles las hectáreas de coca. Todos saben que es la semilla de la otra guerra que ya germinó y que va trepando al territorio que les queda a los bari. “Aquí todos vivimos de la hoja de la coca. No hay más fuentes de ingresos. Si la van a erradicar nos condenan al hambre. Pero antes nos van a tener que matar a todos”, dijo firme en Tibú un veterano conocedor de la zona.
Las tierras son de los barí, los cultivos de coca de los campesinos colonos desterrados por el petróleo y por la agroindustria de la palma aceitera. Y se cuentan por miles los desplazados de la guerra actual que acabó formalmente, pero que se reinició por el incumplimiento deliberado del gobierno a los Acuerdos de Paz firmados hace cinco años por el Estado con las FARC.
Los campesinos son víctimas -como los barí- de la acumulación de capital por despojo, de la violencia que genera rentas y de la maldita impunidad que la acompaña.
Los barí comienzan a empatizar con personas igual de jodidas. Decidieron poner algunas reglas y convivir en su territorio. “Ya no levantamos a flecha a los colonos, ni les cobramos impuestos. Preferimos el diálogo a las flechas, pero estamos arrinconados contra los cerros y quedamos pocos”, nos explica Titira.
En la recolección de las hojas de coca trabajan hasta despellejarse las manos centenares de “raspachines”, jornaleros colombianos, grupos de indígenas wayúu que huyen de las mineras del carbón y del hambre en La Guajira, indios yukpas, contingentes de inmigrantes venezolanos, miles de mujeres reducidas a condiciones de servidumbre, explotadas sexual y laboralmente.
La región gira al rededor de las multinacionales petroleras, mineras, agroindustriales y las del narcotráfico, encabezadas por los dueños de los laboratorios de pasta base de cocaína, pájaros de temporada que llegan con las bolsas repletas de dinero, recogen la mercancía blanca y se van.
No son los relámpagos del Catatumbo los que ciegan a la fuerza pública cuando llegan tan exóticas aves que migran con libertad.
En la aldea
El camino se empina y se convierte en un túnel que penetra en la maraña. Atrás quedaron las plantaciones de coca, los semilleros y los campamentos. La selva se cierra poderosa por encima del sendero, se suaviza el clima y se agrandan los barriales. Los mosquitos se animan con el olor de sangre dulce. Las cigarras y los animales acechantes reclaman sus dominios.
Llegamos a la entrada de la aldea cuando cae la noche, justo a tiempo. Hay que esperar en una puerta de alambre la autorización de entrada. Al rededor hay algunas vacas y en el camino una serpiente negra que no alcanzó a cruzarlo.
En el caserio se nos asigna un salón de la casa del grupo familiar al que pertenece la madre joven que venía en la lancha.
La prioridad era quitarnos las botas y descansar un poco. Pero fue imposible. Un enjambre de niños de piel cobriza, ojos chinos y corte motilón comienza a asomarse por la puerta preguntando en castellano y riéndo por todo. Las mujeres astures les proponen jugar un poco. En un instante la casa colectiva en penumbra se convirtió en un remolino de risas, brincos y correndillas hasta muy tarde para unos críos acostumbrados a dormir poco después de la puesta del sol.
En la madrugada tres chiquillos asomados por las tablas volvieron a pedir juegos, pero Titira nos esperaba. Nos condujo fuera de la aldea por una pendiente suave, hacia Caño Tigre, para el baño colectivo en un remanso de aguas frescas y fondo arenoso, bajo la sombra de los árboles.
Fue el sitio de acecho y abrevadero de un jaguar que rondó la aldea mucho tiempo. Es un lugar de espiritualidad renovada, una fuente de poder, de energía, a la que Titira nos concedió el privilegio de acceder.
El encuentro
De regreso a la aldea un grupo de hombres jóvenes le rompía a hachazos las costillas a una vaca recién sacrificada. Había invitados que fueron llegando sin ruido, en la madrugada, desde otras comunidades.
La reunión, en la vieja escuela construida por Olson, inició con Titira dando la palabra a los caciques y a quienes venían al encuentro con las gentes asturianas desde Brubukanina (lugar de la palma de madera dura), Okbabuda (río de las piedras para hacer hachas), Yera (filo de la montaña donde nacen los ríos fríos) y Asabarikaira (sitio de los árboles de ceiba).
Francisco, un barí de voz suave que vestía los distintivos de los Guardianes del Territorio, Doyi Isthana Vadao Biyiyivay, compartió junto a otros guardias la necesidad de fortalecer el grupo de defensores de la vida ante el envite de las mineras y de las plantaciones de coca. Medio centenar de guardias siguen el camino trazado por el cacique Guaicaipuro, pero son insuficientes para poner control sobre la tala de las selvas, la minería, los cultivos de coca y el tráfico de especies. Mientras hablaba, tres recuas cargadas de semillas de coca pasaron frente a la escuela.
Algunas cosas comienzan a cambiar entre los barí. Su relación con el campesinado, aunque mantienen una controversia por la propuesta de crear una zona de reserva campesina que se traslapa sobre áreas de reserva del territorio ancestral indígena, sus formas de resistencia, pero sobre todo el avance de las mujeres y sus propias formas organizativas.
Francisca es la segunda cacica de su comunidad y dio un saludo breve dando paso a Silvia, la presidenta de la Asociación de Mujeres Barí. Viene de Okbabuda y sonríe a la vida todo el tiempo. Estuvo secuestrada nueve días y a punto de ser asesinada por un grupo paramilitar. Le quitaron los alimentos para los niños. Ha visto y ha sufrido muchas violencias… “Somos muchas mujeres de veintitres comunidades, somos valientes, luchadoras, somos mujeres berracas. Nos falta estudio, capacitación, por eso nos ganan, por nada más. No debemos nada a nadie. No tenemos miedo.”
Cada cacique pasó al frente y exigió soluciones. Por momentos era como si la Delegación Asturiana fuera la representación de alguna autoridad nacional. Cada uno argumentó su punto de vista. Titira tradujo sus argumentos y explicó sus demandas. Dijo que saludaban a la primera expedición de europeos que llegaba al territorio después de Olson.
Y cerró la bienvenida con una broma basada en las acusaciones de algunos colonos desplazados de la comunidad de Saphadana, porque los indios les habrían puesto un plazo para irse ¡ o se los comerían ¡
-“Pueblo barí no quiere contacto, no queriendo blancos… sino asados”, dijo Titira. Y los caciques se partieron de risa.
El mandato
Una ráfaga de viento abrió la ventana y tumbó el tablero escolar. Titira consideró que era la señal de que Sabaseba acababa de entrar a la reunión y pidió a un cacique saludarlo.
La oración pronunciada en voz alta y con un brazo cubriendo la cara, sonó a lamento y a advertencia… “Somos el pueblo barí, los que vivimos, los que resistimos cuidando el territorio, como ordenó Sabaseba. Para eso vivieron nuestros muertos y existimos nosotros. Cumpliremos.”
Sobre un mapa se constató la reducción del territorio barí y la presencia amenazante de las grandes empresas y de extranjeros peligrosos, como los centenares de asesores militares de los Estados Unidos, algunos concentrados en instalaciones militares en la ciudad de Cúcuta, atacadas con explosivos en los últimos meses.
Las agencias gringas de espionaje ya controlan el flujo de las telecomunicaciones en una frontera caliente por su injerencia permanente en los asuntos internos de los dos países hermanos.
Son la punta de lanza de la agresión anunciada por el complejo industrial y militar de los Estados Unidos contra Venezuela desde el territorio barí, situación peligrosa que desapareció por ahora del tablero internacional debido al “deshielo” de estos días entre los gobiernos de Washington y Caracas.
Diecisiete grupos armados se disputan el control del petróleo, la madera, el carbón, la coca, la selva y los flujos de personas y mercancías en la zona de frontera.
Las guerrillas de las disidencias de las FARC, el EPL y el ELN se enfrentan a la fuerza pública. Los grupos armados hacen alianzas tácticas impensables hace pocos años con las llamadas bandas criminales y con los grupos narco-paramilitares. Generan dinámicas violentas dentro del territorio barí como amenazas, asesinatos, extorsiones, secuestros, campos minados, confinamientos, bloqueos alimentarios, reclutamientos y desplazamientos forzados que no se denuncian porque en el Catatumbo no se cree en la fiscalía y las instituciones han ido perdiendo la legitimidad por su ineptitud y por la corrupción.
Es el caso de la Agencia Nacional de Tierras, que no cumple la Sentencia T-052 del 2017 en la que la Corte Constitucional le ordena hacer valer, en relación con los pueblos indígenas, su derecho a la subsistencia, a la identidad étnica y cultural, a la consulta previa y la propiedad colectiva de la tierra. Tampoco cumple con lo pactado en el capítulo étnico del Acuerdo de Paz, reemplazado por el gobierno de Iván Duque con el “Plan Catatumbo sostenible” que es rechazado por todos, salvo por las multinacionales.
El mismo año de la orden constitucional entró al Catatumbo -con autorización oficial- la petrolera Iberoamericana de Hirocarburos, del Grupo Cobra. Las prioridades están claras hace mucho tiempo.
Al medio día compartimos pan, arroz, carne y café.
El viaje de regreso a La Gabarra terminó en medio de un diluvio tropical y con el compromiso de dar a conocer la situación de los hijos de la selva y su propósito.
Difícil encargo tal como están las cosas en el Catatumbo, pero no imposible, considerando la sensibilidad europea con el mundo indígena como vanguardia contra el cambio climático y sobre todo por la tenacidad de los barí y por la justeza de su propósito colectivo de salvar de la destrucción la casa donde nace el trueno.
La Delegación Asturiana de Derechos Humanos y Paz viajó a la región del Catatumbo a comienzos de marzo, para visitar el territorio del pueblo indígena barí, un pueblo binacional que ha resistido cinco siglos de guerras y que retoma la consigna de construir la nación barí.
Han evitado durante quinientos años el contacto con nuestra sociedad, por todos los medios, pero están acorralados y lanzan un SOS: el gobierno colombiano debe cumplir el mandato legal de proteger su territorio y su identidad. Necesitan ayuda para fortalecer la educación, la salud, la guardia indígena que cuida a la naturaleza y potenciar el proceso organizativo de las mujeres.
El pueblo barí es clave para la preservación de la biodiversidad y para la conquista de la paz en el convulso nororiente colombiano.