El profesor Bartolomé Clavero analiza la Declaración Americana, aprobada casi nueve años después de la Declaración de Naciones Unidas..
preguntándose: ¿Qué ha traído de positivo, quiero decir aparte del intento visto de distorsión retadora, de un empeño solapado de modificación del rumbo marcado por la Declaración de Naciones Unidas?
En vez de avances se constatan retrocesos, con excepción de lo relativo apueblos indígenas no contactados o en aislamiento voluntario.
La Declaración Americana, al contrario que la de NNUU, augura un escenario integracionista, e intruduce por presión de las corporaciones transnacionales el concepto de gobernanza, que contrasta y se contrapone al autogobierno de los ppii.
La Asamblea General de la Organización de Estados Americanos reunida en Santo Domingo, República Dominicana, ha aprobado por aclamación hace apenas pocas semanas, el 15 de junio del año en curso 2016,
la Declaración Americana sobre Derechos de los Pueblos Indígenas.
La nota oficial de prensa publicada de inmediato, el mismo día 15, lleva como titular “Fin a 17 años de espera para los Pueblos Indígenas”, datando así el inicio del proceso que conduce a la Declaración en 1999. En realidad han sido necesarios unos cuantos años más. Fue en 1989, una década antes, que la misma Asamblea General encargó a su Comisión de Asuntos Jurídicos y Políticos la preparación de un Proyecto de Declaración Americana sobre los Derechos de las Poblaciones Indígenas, encargo que se participó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, al Comité Jurídico Interamericano y al Instituto Interamericano de Derechos Humanos. La previsión inicial era la de que la Declaración se acordaría el año emblemático de 1992.
Lo ha sido veinticuatro años más tarde.
En 1999 lo que se había iniciado, tras la recepción de propuestas por parte de las instancias consultadas, es el proceso de deliberación intergubernamental sobre un texto unificado bajo el título de Declaración Americana sobre Derechos de las Poblaciones Indígenas, seguido de la constitución de un grupo de trabajo específico para la reelaboración del proyecto tomando en cuenta “las sugerencias y comentarios formulados por los Estados Miembros”, procurando “la participación de representantes de comunidades indígenas” y atendiendo a “las acciones desarrolladas en otras organizaciones internacionales” al mismo propósito (resolución de la Asamblea General del 7 de junio de dicho año, 1999).
El lenguaje se refería a poblaciones y a comunidades, no a pueblos. En los mismos trabajos preparatorios del grupo de trabajo a menudo se habla de la exitencia de proyectos de declaración sobre derechos de los pueblos indígenas, y no de poblaciones, desde tiempos incluso anteriores a la resolución de 1999, lo que induce a confusión. Tal identificación, la de pueblos, ya estaba en uso por la Organización Internacional del Trabajo desde una década antes, desde 1989, por virtud de su Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, bien que privándole de su sentido jurídico: “La utilización del término pueblos en este Convenio no deberá interpretarse en el sentido de que tenga implicación alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional”, declaraba el mismo (art. 1.3).
Fue en 2001 que el Proyecto de Declaración Americana sobre los Derechos de las Poblaciones Indígenas cambió el nombre de sus sujetos al de pueblos indígenas sin que su sentido se parangonara con el propio del derecho internacional. La referencia de la resolución de 1999 a “otras instituciones internacionales” miraba esencialmente a la Subcomisión de Naciones Unidas de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías, en cuya ámbito se había formado, en 1982, un grupo de trabajo “sobre poblaciones indígenas” con cometidos entre los que figuraba el de preparar el proyecto para un instrumento sobre sus derechos. El grupo ya había entregado, en 1993, el proyecto a la Subcomisión. Remitido a la Comisión de Derechos Humanos, ésta decidió que se estableciese un nuevo grupo para que siguiera reelaborándolo en comunicación con los Estados y con participación de representantes indígenas, como ya venía haciéndose. Aquí también el proceso se estaba alargando.
A las alturas de 1999, cuando arranca más formalmente el proceso en la Organización de Estados Americanos, una diferencia significativa de lenguaje existía con respecto al proyecto de Naciones Unidas. Éste ya había adoptado el término de pueblos sin vaciarlo por su parte de sentido, sino parangonándolo con los sujetos de derechos a la libre determinación tal y como aparecen en los artículos primeros de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos: “Los pueblos tienen derecho a la libre determinación. En virtud de ese derecho determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural”. El proyecto, igual que hará el texto definitivo, añadía el adejetivo de indígenas tras el sustantivo de pueblos.
El mismo pronunciamiento y en la misma posición que en la Declaración de Baciones Unidas, como artículo tercero, aparece en la Declaración Americana. Si la comparamos con el proyecto que se manejaba en 1999, esto es lo más que puede y debe resaltarse. No es tan sólo que entonces no se hablase de pueblos. Es que resultaba inimaginable por aquellos años que la Declaración Americana pudiera contener dicho principio de derecho a la libre determinación, y esto pese a que el mismo ya se encontraba en el proyecto de Naciones Unidas. Su Declaración se adoptó por la Asamblea General el 13 de setiembre de 2007.
Desde entonces ya no era en cambio pensable que la réplica americana no contuviese dicho pronunciamiento.
Entre una y otra Declaración, una diferencia que puede ser significativa se produce a continuación del artículo tercero que comparten. Éste es el artículo cuarto de la Declaración de Naciones Unidas: “Los pueblos indígenas, en ejercicio de su derecho a la libre determinación, tienen derecho a la autonomía o al autogobierno en las cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y locales, así como a disponer de medios para financiar sus funciones autónomas”. Y éste es el correspondiente de la Declaración Americana: “Nada de lo contenido en la presente Declaración se interpretará en el sentido de que confiere a un Estado, pueblo, grupo o persona derecho alguno a participar en una actividad o realizar un acto contrarios a la Carta de la Organización de los Estados Americanos y a la Carta de las Naciones Unidas, ni se entenderá en el sentido de que autoriza o alienta acción alguna encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial o la unidad política de Estados soberanos e independientes”.
En un caso nos encontramos con un desarrollo, el del derecho al autogobierno como forma de ejercicio de la libre determinación, mientras en el otro, el americano, nos topamos con una cautela, la de que este derecho de libertad indígena no puede afectar a la integridad y unidad de los Estados. Ha de añadirse enseguida que lo uno y lo otro se encuentran en ambas Declaraciones, pero en diversa posición, la cautela al final de la Declaración de Naciones Unidas y la autonomía en el artículo vigésimo primero de la Americana: “Los pueblos indígenas, en ejercicio de su derecho a la libre determinación, tienen derecho a la autonomía o al autogobierno en las cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y locales, así como a disponer de medios para financiar sus funciones autónomas”.
Obsérvese que la reproducción es también literal, inclusive la conexión expresa de la autonomía indígena con el derecho a la libre determinación. ¿El cambio de posiciones implica alguna diferencia de fondo? La anteposición de la integridad y unidad de los Estados en la Declaración Americana resulta ciertamente indiciaria de unas reservas de los mismos que también es común con la de Naciones Unidas, pero que se acentúa ahora de forma que puede llegar a afectar seriamente a previsiones sustantivas. Es lo que habremos de ver.
De entrada, que una Declaración copie de la otra no debe extrañar. Tras 2007, tras la adopción de la Declaración de Naciones Unidas, la Americana está obligada a tomarla como término de referencia, tal y como viene a reconocerlo en su artículo final, el cuadragésimo primero: “Los derechos reconocidos en esta Declaración y la Declaración de las Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas constituyen las normas mínimas para la supervivencia, dignidad y bienestar de los pueblos indígenas de las Américas”.
También lo anuncia en el Preámbulo: a la Declaración se procede “teniendo presente los avances logrados en el ámbito internacional en el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas, y en particular, el Convenio 169 de la OIT y la Declaración de la Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas”.
Dicho Convenio de la Organización Internacional del Trabajo es el referido sobre Pueblos Indígenas. La relación obligada entre ambos instrumentos hace que una forma plausible de comprender la segunda en el orden del tiempo, la Declaración Americana, sea la de compararla con la primera, la de Naciones Unidas. La comparación es procedente no sólo por la secuencia cronológica, sino también, más sustancialmente, porque, como ya ha podido detectarse, la Declaración Americana constituye una especificación de la Declaración de Naciones Unidas, siguiéndole en gran parte y reproduciéndola de forma literal o poco menos en ocasiones. En este contexto, tanto las coincidencias como las discordancias pueden resultar de los más elocuentes.
Procedamos entonces a la comparación no punto por punto, sino en lo que interesa a sus líneas fundamentales y extremos esenciales. Una norma no es un conjunto de pronunciamientos sueltos, sino el entramado de sentido que éstos tejen. Luego podremos plantearnos problemas comunes a ambos instrumentos acerca de su valor normativo y de la integración entre ellos.
La Declaración de Naciones Unidas guarda una lógica que arranca, como ya hemos visto, del derecho de la libre determinación y su ejercicio mediante el autogobierno; la lógica de radicar en los propios pueblos indígenas, y no en los Estados ni en las organizaciones internacionales, la capacidad y la responsabilidad últimas de la adopción de decisiones en los asuntos que les interesan o les afectan.
Es una lógica constante, aun con alguna excepción. Opera en momentos esenciales. Obsérvese: Art. 18: Los pueblos indígenas tienen derecho a participar en la adopción de decisiones en las cuestiones que afecten a sus derechos, por conducto de representantes elegidos por ellos de conformidad con sus propios procedimientos, así como a mantener y desarrollar sus propias instituciones de adopción de decisiones. Art. 19: Los Estados celebrarán consultas y cooperarán de buena fe con los pueblos indígenas interesados por medio de sus instituciones representativas antes de adoptar y aplicar medidas legislativas o administrativas que los afecten, a fin de obtener su consentimiento libre, previo e informado. Art. 23: Los pueblos indígenas tienen derecho a determinar y a elaborar prioridades y estrategias para el ejercicio de su derecho al desarrollo (…). Art, 32.1: Los pueblos indígenas tienen derecho a determinar y elaborar las prioridades y estrategias para el desarrollo o la utilización de sus tierras o territorios y otros recursos. Art. 38: Los Estados, en consulta y cooperación con los pueblos indígenas, adoptarán las medidas apropiadas, incluidas medidas legislativas, para alcanzar los fines de la presente Declaración.
El requerimiento de un consentimiento tan comprometido como para calificarse de previo, libre e informado se reitera a diversos efectos en la Declaración de Naciones Unidas. La determinación indígena de las prioridades y estrategias del propio desarrollo y, consiguientemente, del acceso a sus territorios y utilización de sus recursos es otro principio operativo a lo largo de ella. Que los Estados se comprometen con la puesta en práctica de la Declaración y a hacerlo en consulta y cooperación con los pueblos indígenas es imperativo que también se aplica y detalla a variados efectos.
En cuanto que miembros de Naciones Unidas quedan todavía los Estados más comprometidos en la aplicación de la Declaración:
“Las Naciones Unidas, sus órganos (…) y los organismos especializados, incluso a nivel local, así como los Estados, promoverán el respeto y la plena aplicación de las disposiciones de la presente Declaración y velarán por su eficacia.” (art. 42).
Son palabras fuertes que conviene retener para cuando tratemos del valor normativo de estos instrumentos y de su respectiva integración.
Vayamos por partes. Vamos a comparar cada uno de esos extremos en la Declaración de Naciones Unidas y en la Declaración Americana más allá de la primera impresión de que la segunda sigue a la primera en lenguaje tanto como en principios. Los dos primeros principios vistos, el derecho a la participación mediante los propios procedimientos e instituciones y el del consentimiento libre, previo e informado para todo cuanto afccte a los pueblos indígenas, aparecen en la Declaración Americana conjuntamente en un solo artículo de forma que ya puede introducir un sesgo: Art. 23: 1. Los pueblos indígenas tienen derecho a la participación plena y efectiva, por conducto de representantes elegidos por ellos de conformidad con sus propias instituciones, en la adopción de decisiones en las cuestiones que afecten sus derechos y que tengan relación con la elaboración y ejecución de leyes, políticas públicas, programas, planes y acciones relacionadas con los asuntos indígenas. 2. Los Estados celebrarán consultas y cooperarán de buena fe con los pueblos indígenas interesados por medio de sus instituciones representativas antes de adoptar y aplicar medidas legislativas o administrativas que los afecten, a fin de obtener su consentimiento libre, previo e informado.
¿Dónde se encierra el sesgo? El consentimiento indígena que en la Declaración de Naciones Unidas es un principio independiente de carácter general como forma al cabo de ejercicio, junto al autogobierno, del derecho a la libre determinación, aparece en la Declaración Americana como principio subsidiario del derecho a la participación.
Sentada así ésta como premisa, la participación misma resulta un imperativo no sujeto a la libre determinación indígena, como si fuera ante todo obligación y solo secundariamente derecho. No digo que deba ser así la interpretación de la Declaración Americana, sino que puede serlo. Y que a esto es a lo que se apunta a la luz y en el contexto de elementos nuevos que encontramos en la Declaración Americana, elementos quiero decir sin precedentes en la de Naciones Unidas.
En esta primera Declaración los dos artículos anteriores al del reconocimiento de la libre determinación indígena, que es el tercero como sabemos, se refieren a la igualdad en derechos humanos y a la no-discriminación entre pueblos e individuos indígenas y no indígenas. La Declaración Americana arranca de forma distinta. Reconoce a los pueblos y a los individuos indígenas el derecho a la autoidentificación (art. 1) para condicionar su ejercicio acto seguido al caracterizar a dichos pueblos.
Helo: Art. 2: Los Estados reconocen y respetan el carácter pluricultural y multilingüe de los pueblos indígenas, quienes forman parte integral de sus sociedades.
Obsérvese bien. Son los pueblos indígenas, y no los Estados mismos, los que se declaran en su totalidad como pluriculturales, esto es, se sobrentiende, como habientes de una cultura propia y además partícipes en la del Estado o de la sociedad dominante. Por si no quedase claro, se añade lo que entonces resulta la consecuencia de que tales pueblos, los indígenas, “forman parte integral de sus sociedades”, entendiéndose las sociedades de los Estados, las identificadas con ellos. Lo que debiera ser una constatación de hecho, de resultarlo realmente, se erige en un principio de derecho que se sienta como premisa de la libre determinación, la cual queda en la Declaración Americana emparedada entre los artículos segundo y cuarto, entre la pertenencia presunta de los pueblos indígenas a las sociedades de los Estados de una parte y, de otra, el principio que ya hemos visto de la unidad e integridad de los Estados. En consecuencia con esta premisa, el derecho indígena a la educación que se contempla en la Declaración Americana es, ya de entrada, “intercultural”, con presencia de la cultura del Estado (art. 15.5).
La presunción de pluriculturalidad de los pueblos indígenas con el corolario de su pertenencia a sociedades no indígenas veremos que la propia Declaración Americana la desmiente al referirse al caso de los pueblos en aislamiento.
En lo que interesa al derecho al desarrollo, a cuyo respecto hemos visto a la Declaración de Naciones Unidas sentar el principio de que “los pueblos indígenas tienen derecho a determinar y elaborar las prioridades y estrategias” correspondientes, la Declaración Americana se extiende de forma que un principio tan inequívoco tiende a desdibujarse resultando un escenario en el que los pueblos indígenas lo que tienen sustancialmente es el derecho a participar en la elaboración y, menos obligadamente, en la administración de programas de desarrollo que les vienen dados. He aquí una parte nuclear del derecho al desarrollo en la Declaración Americana: Art. 29: (…) 3. Los pueblos indígenas tienen derecho a participar activamente en la elaboración y determinación de los programas de desarrollo que les conciernan y, en lo posible, administrar esos programas mediante sus propias instituciones. 4. Los Estados celebrarán consultas y cooperarán de buena fe con los pueblos indígenas interesados por conducto de sus propias instituciones representativas a fin de obtener su consentimiento libre e informado antes de aprobar cualquier proyecto que afecte a sus tierras o territorios y otros recursos, particularmente en relación con el desarrollo, la utilización o la explotación de recursos minerales, hídricos o de otro tipo (…). A esto se suma que, al tratar del derecho dominical de los pueblos indígenas sobre territorios y recursos, la Declaración Americana introduce una decisiva novedad respecto a la de Naciones Unidas. Se trata de la remisión al derecho del Estado y, por tanto, a su poder normativo unilateral, con anteposición al derecho internacional y sin registro específico al efecto de la necesidad de consentimiento indígena. Aquí se tiene: Art. 25.5: Los pueblos indígenas tienen el derecho al reconocimiento legal de las modalidades y formas diversas y particulares de propiedad, posesión o dominio de sus tierras, territorios y recursos de acuerdo con el ordenamiento jurídico de cada Estado y los instrumentos internacionales pertinentes. Los Estados establecerán los regímenes especiales apropiados para este reconocimiento y su efectiva demarcación o titulación.
No hay nada semejante en la Declaración de Naciones Unidas, la cual amarra más en corto a los Estados. En ésta ya hemos visto unos pronunciamientos bien comprometidos para con ellos: “Los Estados, en consulta y cooperación con los pueblos indígenas, adoptarán las medidas apropiadas (…) para alcanzar los fines de la presente Declaración”, a lo que se añade, como también está visto, que los propios Estados, en cuanto que miembros de las Naciones Unidas al igual que ellas mismas, “promoverán el respeto y la plena aplicación” de la Declaración. Este segundo pronunciamiento se replica en la Americana con referencia tan sólo a la Organización de los Estados Americanos, sin mención de los Estados en particular (art. 38), lo que rebaja ciertamente la fuerza del mandato de cumplimiento. Más lo hace todavía que el primero, el de perseguir los fines de la Declaración en cooperación con los pueblos indígenas, no aparezca en la Americana con carácter general, sino tan sólo a algunos efectos contados.
La Declaración de Naciones Unidas puede haber dejado claros cuáles seas los fines que habrán de alcanzarse cooperativamente por Estados y por pueblos indígenas.
Se trata del objetivo de la libre determinación de estos segundos que se ejerce a través del autogobierno y se garantiza mediante el consentimiento libre, previo e informado. Si nos preguntamos respecto a los fines de la Declaración Americana la respuesta no queda tan clara y esto no sólo por dicho rebajamiento del perfil del compromiso de los Estados, sino, más sustantivamente, por el encuadramiento que se ha definido para pueblos indígenas ya de por sí multiculturales y abocados a la interculturalidad con su implicación limitativa de las propias posibilidades de la libre determinación. Dicho de otro modo, en la Declaración Americana se perfila un escenario y augura un horizonte de carácter integracionista, lo cual no se dibuja en cambio por la de Naciones Unidas.
He ahí unos fines de integración solapando a los de autonomía y libre consentimiento.
La impresión que puede ofrecer una lectura superficial es ciertamente otra. Ambas Declaraciones se pronuncian inequívocamente contra las políticas de Estados asimilacionistas de los pueblos indígenas. Declaración de Naciones Unidas: “Los pueblos y los individuos indígenas tienen derecho a no ser sometidos a una asimilación forzada ni a la destrucción de su cultura. Los Estados establecerán mecanismos eficaces para la prevención y el resarcimiento de (…) toda forma de asimilación o integración forzada” (art. 8.1 y 2d). Declaración Americana: “Los pueblos indígenas tienen derecho a mantener, expresar y desarrollar libremente su identidad cultural en todos sus aspectos, libre de todo intento externo de asimilación. Los Estados no deberán desarrollar, adoptar, apoyar o favorecer política alguna de asimilación de los pueblos indígenas ni de destrucción de sus culturas” (art. 10.1 y 2).
La segunda se muestra incluso más enfática al propósito, lo que resulta engañoso en dicho contexto de presuposición integracionista, el de la presunción infundada de que todos los pueblos indígenas de las Américas son pluriculturales y, con ello, obligados a la interculturalidad.
El desmentido, como ya he indicado, se encuentra en la propia Declaración Americana. No es que rectifique reconociendo la evidencia de pueblos con comunidades predominante o completamente monolingües, o también plurilingües en lenguas indígenas, sin que ello sea impedimento absoluto para relacionarse con sectores no indígenas. Es que, sin recapacitar al efecto, la Declaración Americana se ocupa del caso de los pueblos en aislamiento voluntario reconociéndoles precisamente con carácter efectivo el derecho de libre determinación:
“Los pueblos indígenas en aislamiento voluntario o en contacto inicial tienen derecho a permanecer en dicha condición y de vivir libremente y de acuerdo a sus culturas” (art. 26,1).
Sólo esto basta para desmentir la presunción de multiculturalidad indígena con su corolario de pertenencia a las sociedades de Estado y de relajamiento consiguiente de la libre determinación.
Otra novedad que se sitúa en la misma dirección es la de alguna categoría de la Declaración Americana desconocida para el texto de la de Naciones Unidas. El texto digo porque en realidad tal misma novedad ha sido introducida, para interpretaciones a la baja, por las agencias internacionales financieras y de desarrollo.
Hela aquí en el texto americano al final de su artículo 36: “Las disposiciones enunciadas en la presente Declaración se interpretarán con arreglo a los principios de la justicia, la democracia, el respeto de los derechos humanos, la igualdad, la no discriminación, la buena gobernanza y la buena fe”.
La categoría intrusa, en relación no sólo en particular a la Declaración de Naciones Unidas, sino también en general al derecho internacional de los derechos humanos, es la de buena gobernanza.
La gobernanza es un concepto que se ha acuñado y está empleándose para extender la condición de sujeto activo en el campo de las políticas tanto de Estados como internacionales para comprender particularmente a las empresas, a las corporaciones industriales, mercantiles y financieras. La buena gobernanza implica entonces la atención a los intereses corporativos abriéndoseles campo de acción propio en decisión de políticas y en acceso a recursos. Ante el desafío de la Declaración de Naciones Unidas, está queriendo aplicarse tal composición a los pueblos indígenas en una línea de conminarles a la consulta y forzarles al acuerdo o de someterles, en otro caso, a la decisión final del Estado, cuando no directamente de las misma empresas, desactivándose con todo ello tanto autogobierno como libertad de consentimiento. A nuestras alturas, no son ejemplos de estas malas prácticas lo que faltan.
Nada de los presupuestos y los efectos de la buena gobernanza se encuentra en la Declaración Americana, pero todo ello puede entrar por vía práctica con el paraguas, si se produce la lógica tormenta, de la categoría de buena gobernanza. Tal es la razón de su intrusión. Tal es quizá el motivo por el que, al cabo de los años, venga a adoptarse una Declaración Americana de los Derechos de los Pueblos Indígenas que no potencia, sino que enerva, la Declaración de Naciones Unidas.
Ésta, significativamente, contó con una amplia participación y con el consentimiento final de representantes de pueblos indígenas en un grado que no se ha producido ni por asomo en el caso de la Declaración Americana.
No son casuales las diferencias de lógica y de principios. La lógica de la Declaración de Naciones Unidas no está ausente en la Americana, pero resulta interrupta en esta segunda. El cortocircuito la atraviesa. En la referida nota oficial de prensa del mismo día de la adopción de la Declaración Americana se afirma que la misma es “el primer instrumento en la historia de la OEA que promueve y protege los derechos de los pueblos indígenas de las Américas”.
Hubiera quedado mejor de decirse que reconoce y garantiza tales derechos, pero no es a esto a lo que quiero ahora referirme, sino a esa idea de la primogenitura. Es cierta y no es cierta. No lo es porque la Declaración de Naciones Unidas se había convertido en un instrumento americano a través de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que la asumió desde un primer momento como norma fijadora del estándar de los derechos de los pueblos indígenas.
Por esto todavía llama más la atención que la Declaración Americana venga a corregir a la baja.
Hemos visto que se consultó desde un inicio a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para la elaboración del proyecto de Declaración Americana. La Comisión ha hecho más. Ha impulsado dicha adopción jurisprudencial, como estándar de referencia, de la Declaración de Naciones Unidas, contribuyendo a su conversión práctica en instrumento americano. Y no queda aquí su contribución. Ha elaborado y publicado un par de cumplidos informes que pueden considerarse consolidaciones jurisprudenciales del sistema interamericano de derechos humanos en relación a los derechos de los pueblos indígenas. Sus títulos ya dicen por sí bastante:
Derechos de los pueblos indígenas y tribales sobre sus tierras ancestrales y recursos naturales y Pueblos indígenas, Comunidades afrodescendientes, Industrias extractivas.
Baste con decir que en ningún momento de toda esta labor del sistema interamericano de derechos humanos se ofrece pie para el giro que ahora ha efectuado la Declaración Americana.
Lo dicho sobre la Declaración de Naciones Unidas cabe decirlo del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, esto es, que se ha convertido en instrumento interamericano sobre derechos de los pueblos indígenas gracias a la labor jurisprudencial de la Corte Interamericana. Y otro tanto vale para la mismísima Convención Americana sobre Derechos Humanos. Nada dice ésta sobre derecho indígena ni nadie imaginó en su momento que pudiera llegar a cubrirlo. Sin embargo, desde 2001, la Corte Interamericana viene interpretando que su registro de derechos debe participarse a indígenas con la modulación del caso al tratarse de sujetos colectivos. En definitivas cuentas, lo último que corresponde decir es que la Declaración Americana sea “el primer instrumento” interamericano sobre derechos de los pueblos indígenas. El mensaje que así se transmite puede resultar de lo más contraproducente.
Se crea la impresión de que existía un vacío normativo que la Declaración Americana viniera a llenar constituyéndose así en la base del derecho de los derechos de los pueblos indígenas por las Américas. Nada más lejos de la realidad. A estas alturas existe un nutrido cuerpo normativo e interpretativo en cuyo seno tendrá que venir a acomodarse e interpretarse la Declaración Americana. Es más todavía que lo que acaba de recordarse. En Naciones Unidas existen instancias estables (también las hay temporales), como el Foro Permanente del Consejo Económico y Social para las Cuestiones Indígenas y el Mecanismo de Expertos del Consejo de Derechos Humanos sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, que, en diálogo con éstos y con los Estados, están ocupándose de la evaluación, interpretación, integración y potenciación del derecho internacional de los pueblos, las comunidades y los individuos indígenas en general y de la Declaración de Naciones Unidas en particular.
Sobre ésta comenzó el Foro Permanente haciendo valer su entidad normativa. En una observación general suya de 2009 sobre el “carácter jurídico de la Declaración”, el Foro puntualizaba que la misma “no es un tratado y, en consecuencia, no tiene la fuerza vinculante” propia de los pactos, convenciones y convenios de derechos humanos ratificados por los Estados, pero que no por ello carece de valor normativo. Es norma del cuerpo internacional de derechos humanos, norma conectada con los Pactos Internacionales de Derechos Humanos y congruente con los mismos, que además fue negociada con representantes de los pueblos indígenas en el seno de las Naciones Unidas, representando así una forma de acuerdo más general que la de los tratados entre Estados: “la Declaración es parte de una práctica que ha promovido un creciente acercamiento entre las declaraciones y los tratados”. Como podemos venir apreciando, el mismo lenguaje de la Declaración es de estilo no programático, sino estrictamente normativo, especialmente conminatorio de cara a los Estados.
Todos estos argumentos rigen respecto a la Declaración Americana. Al aprobársele por aclamación en el seno de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos, no todos los Estados lo han entendido así.
Estados Unidos y Colombia han registrado notas de reserva que comienzan por cuestionar su valor normativo: “Estados Unidos ha expresado de manera persistente sus objeciones al texto de esta Declaración Americana, que en sí mismo no es vinculante y, por lo tanto, no da lugar a una nueva legislación y tampoco constituye una declaración de obligaciones para los Estados Miembros de la Organización de los Estados Americanos en virtud de un tratado o el derecho internacional consuetudinario”. Colombia por su parte insiste en que “las notas de reserva y las notas de interpretación” que detalladamente presenta “deben ser incluidas como parte integral del texto de la Declaración Americana de los Derechos de los pueblos Indígenas”. Este ejercicio de reservas, en sí problemática cuando se trata de instrumentos de derechos humanos, se practica respecto a tratados para especificarse el alcance del compromiso que asume el Estado al ratificarlos. No tiene sentido ante documentos sólo programáticos.
Al interponer reservas frente a la Declaración Americana, hasta los Estados Unidos y Colombia están así reconociendo su valor normativo.
En suma, la Declaración Americana viene a sumarse a un nutrido cuerpo normativo de derecho internacional e interamericano de derechos de los pueblos indígenas planteando el reto de su integración en el mismo, un reto especialmente desafiante porque este instrumento representa un intento de enmienda de fondo a la orientación establecida por la Declaración de Naciones Unidas. Resulta evidente que tal integración no es fácil dado el giro que solapadamente se intenta ahora imprimir en las Américas al derecho de los derechos de los pueblos indígenas.
No cabe someter la Declaración Americana a la de Naciones Unidas porque entre el derecho interamericano y el derecho internacional no hay una relación de subordinación por jerarquía. Pero si la hay en forma, digamos, de círculos concéntricos, siendo el derecho naciounitario el comprensivo del interamericano.
Este segundo debe interpretarse a la luz del primero conforme a la práctica que ya viene desarrollando el sistema interamericano de derechos humanos. La Declaración Americana no cancela su jurisprudencia, pero la Comisión y la Corte afrontan ahora en primera línea el difícil reto que la misma plantea.
La Declaración Americana ha llegado postreramente en 2016 cuando el cuerpo normativo internacional e interamericano ya estaba definido y encauzado. La cuestión que puede suscitarse entonces es la de cual era, a estas alturas, su necesidad.
¿Qué ha traído de positivo, quiero decir aparte del intento visto de distorsión retadora, de un empeño solapado de modificación del rumbo marcado por la Declaración de Naciones Unidas?
Algo puede acreditársele: el caso de los derechos de los pueblos en aislamiento voluntario y contacto inicial asegurándose su libre determinación no está contemplado por el instrumento naciounitario. Y es un asunto importante tanto en general como en particular para las Américas.
Tales pueblos existen en Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Brasil, Bolivia y Paraguay.
En todo caso, el vacío normativo tampoco era exactamente tal. Tras la Declaración de Naciones Unidas, su Alto Comisionado para los Derechos Humanos adoptó unas directrices sobre dichos pueblos en la misma dirección que ahora justamente asume la Declaración Americana.
Concluyo. La Declaración Americana es un instrumento especialmente complejo por su carácter contradictorio. En su Preámbulo proclama que procede “alentando a los Estados a que respeten y cumplan eficazmente todas sus obligaciones para con los pueblos indígenas dimanantes de los instrumentos internacionales, en particular las relativas a los derechos humanos, en consulta y cooperación con los pueblos interesados” así como, añadamos según el cuerpo de la misma Declaración no deja de añadir, contando con su consentimiento y respetando su autonomía. De esto se trata.