reflexión tras las recientes movilizaciones indigenas en Bolivia, y el paro cívico de Potosí…
¿estado colonial o estado plurinacional des-colonizado?
BOLIVIA: LAS VENAS ABIERTAS DEL ESTADO
Por Rafael Bautista S.
El conflicto de Potosí expone a un Estado que se debate entre el modelo que
adopta y el horizonte que promete. En esta ambivalencia se tropieza un
Estado cuya dirección va perdiendo perspectiva y, en consecuencia, proyecto
propio. ¿Por qué empiezan a acumularse contradicciones que se creían
superadas? ¿Estaban realmente superadas, o era sólo una ilusión exitista del
triunfo de diciembre? El gobierno había obtenido los dos tercios necesarios
para constituir un nuevo Estado y darle a este proceso, no sólo continuidad,
sino profundidad; el proceso de cambio parecía no sólo asegurado sino
consolidado. Pero en las elecciones de gobernadores y alcaldes algo empezó a
hacer aguas; Caranavi y la marcha indígena de la CIDOB mostraron que las
aguas podían desbordarse y después, con Potosí, el desborde ya parece la
amenaza constante. La inminencia del conflicto potosino podía haberse
advertido y solucionado con un poco de lucidez histórica, pero lo que emana
de ámbitos gubernamentales carece de aquello; si en tan poco tiempo no se
aprende de los errores incurridos en Caranavi o con la CIDOB, es menos
probable que haya siquiera perspicacia para atender demandas que tienen
larga data.
Si el gobierno optó por un repliegue patológico, no es asunto de
caracterología, sino discapacidad para transitar hacia un nuevo horizonte.
Cuando el Estado pretende recomponerse según sus necesidades
institucionales, hay que preguntarse si estas necesidades responden a las
necesidades nacionales. Bolivia nunca consolidó Estado. Porque el modelo de
Estado que persiguió fue siempre ajeno a su propia realidad. Ese Estado es
llamado colonial porque nunca tuvo contenido nacional. Si la nación está al
margen, el Estado no se consolida, porque la forma de su consolidación
consiste en la anulación de su propia nación. Por eso el derecho que produce
no congrega sino excluye. La misma exclusión es el eje de su composición
estructural. Su sobrevivencia depende de la anulación constante que hace de
su propia nación. Hasta el 52, eso constituye el carácter señorialista del
Estado: la nación, los indios, aunque tributarios, no son nunca considerados
pertenecientes. Después del 52, la inclusión tiene un precio: renunciar a lo
que se es.
Lo campesino no es una mera denominación sino renunciar a lo que se es para
ser tan ajeno como el modelo impuesto: el farmer. La reforma agraria produce
la propiedad privada de la tierra; es decir, impone los valores
moderno-burgueses. Abrazar estos valores significa renunciar a los valores
propios: el campesino que accede a la ciudadanía aprende a negar a su
comunidad. La nación se subsumía en un proyecto estatal que se imponía desde
afuera: ser como lo estipula otro tiene su precio. El minifundio significó
en definitiva la fragmentación de la comunidad, su destrucción. La sociedad
moderna constituye un individuo sin comunidad. Las consecuencias son
aciagas: el interés particular se excusa de todo interés común; para salir
de la pobreza hay que trasladarla a los demás. La riqueza no se queda en el
campo, la misma relación instrumental con la tierra empieza a destruirla,
todos aspiran a vivir en la ciudad, a blanquear su condición. El ingreso en
sociedad no es gratuito, cuesta la existencia; por eso se desprecia al campo
y al indio que se trae dentro. El racismo es la carta de ciudadanía que
naturaliza una condición colonial: se aspira a lo que no somos y se
desprecia lo que somos.
Porque la sociedad está estructurada de modo racista, que se muestra en el
desprecio que escupe el poder ante los subalternos. La clasificación social
es previamente clasificación racial. Las instituciones modernas poseen este
tipo de estructuración; por eso la composición social es colonial. También
la estatal. La naturalización de la dominación estructura al Estado mismo.
Por eso no es raro que, ante los conflictos actuales, la razón de Estado
saque de sus baúles evocaciones señoriales: «no dialogo bajo presión». El
antecedente inmediato fue el conflicto con la marcha indígena. El Estado no
baja de su estrado. El pueblo debe acudir como acudía el vasallo ante el
rey. La soberbia exige humildad, porque ella misma no sabe serlo. La
cuestión de la marcha era simple: ¿Cómo puede haber Estado plurinacional sin
contenido plurinacional?
¿Puede el Estado, desde sí mismo, dotarse de ese contenido? La razón de
Estado sólo sabe administrar lo homogéneo. Lo que hace a la forma estatal es
la dominación; por eso su discurso es siempre nostálgico, evocando un
paraíso perdido, donde no había diferencias ni contradicciones. De ese modo
se estructura la lógica estatal moderno-colonial; por eso sus evocaciones
son pura abstracciones, lo es su concepto de nación, de ciudadano, de
sociedad, de futuro, etc. Hasta sus indicadores son abstractos, como el PIB
(el mismo Stiglitz señala que los instrumentos de crecimiento sólo compensan
a los gobiernos que aumentan la producción material y no el bienestar, el
PIB no permite comparar adecuadamente el bienestar en los diferentes
países). En última instancia, las referencias de un Estado colonial no son,
ni su pueblo, ni las naciones que lo componen. Su modernización consiste en
esto: en la renuncia a dotarse de un contenido propio.
¿Qué contradicción manifiesta el conflicto de Potosí? Este conflicto aparece
en el marco de la promulgación de las llamadas leyes fundamentales del nuevo
Estado, además del episodio cívico en torno a la remoción del alcalde
potosino. El MAS había obtenido la mayor votación en Potosí, tanto para
presidente como para gobernador (aunque en la alcaldía pierde
inobjetablemente). Desde el gobierno la cosa parecía clara y ya lo venía
sugiriendo el vicepresidente, con sus continuas alusiones a jacobinos y
bolcheviques: la razón de Estado debía prevalecer ahora que se tenía
hegemonía asegurada. Craso error. Porque el nuevo Estado no aparece por
decreto, más aun si se trata de la descomposición del viejo y la
constitución del nuevo. El paso del Estado colonial al Estado plurinacional
no es automático y ni siquiera es el producto de nuevas leyes. Un Estado
verdadero es la efectivización y la realización de la eticidad que nos
presupone; es decir, la forma de vida que nos sostiene y da sentido a lo
que, en definitiva, somos; tomar conciencia de lo que somos, para deducir de
ello las normativas político-jurídicas que expresen, hagan posible y
desarrollen nuestro modo de existir. A eso hemos llamado el «vivir bien».
Que prevalezca la razón de Estado quiere decir: ante las contradicciones, el
Estado mismo se presenta como la resolución de todas ellas; es decir, ya no
resuelve las contradicciones, sino las anula. Por eso la violencia no es la
negación del Estado de derecho moderno sino su fundamento; el Estado, por
medio de la ley, naturaliza su violencia. Por ello se entiende la actitud
soberbia y prepotente de algunos ministros; no se trata de una observación
del carácter sino del modo como se recompone, bajo nuevas banderas, la razón
de Estado. Entonces no hay descolonización, es decir, descomposición del
Estado colonial; porque si el Estado (moderno-colonial) tiene un modo de
recomponerse, es expropiando el ámbito de las decisiones, y esto es lo menos
descolonizador que pueda haber. Tal vez por eso, el ministerio de autonomías
aparece como un super ministerio y la descolonización estatal queda recluido
a un oscuro viceministerio dependiente de un ministerio de cultura que hace
gala de una desubicación total dentro de un Estado plurinacional (si hay un
auténtico valor agregado nacional es el artístico, pero no existe una sola
política de Estado que asegure y promueva lo que podría generar, no sólo
ingresos, sino difusión cultural, para expandir la producción nacional).
La razón de Estado tiene sus propias prerrogativas y ellas conculcan lo que
su autonomía no considera imprescindible. De este modo, encontramos que, una
nueva reposición estatal, concibe un modelo que se adecúe a sus propias
necesidades institucionales. Allí aparece el modelo autonómico. Y aparece
también la contradicción: ¿es el Estado autonómico el Estado plurinacional?
¿Uno se deduce del otro? Las concesiones que se dieron a la derecha, cuando
se abre la constitución de Oruro, resulta que no fueron tales; porque el
sector negociador del gobierno tenía como perfil un modelo de Estado
bastante similar a lo que imaginaba la derecha. Tenía que establecerse un
suelo común de discusión y eso lo generó el modelo autonómico; porque,
claro, del plurinacional se sabía bien poco. Los enunciados generaron sólo
simpatías; no generaron horizonte político. Quienes debían haber estado
incluidos en la negociación no lo estaban; así que la constitución quedaba
diluida por la ausencia del sujeto constituyente. Por eso el gobierno no se
identifica con la marcha de la CIDOB; porque había arrinconado lo
plurinacional a mero apéndice retórico del nuevo discurso estatal.
Pero este discurso (el autonómico) no es tan nuevo; su modelo obligado es el
español. Por eso, en realidad, no se trata de un nuevo modelo de Estado,
sino de la performativización del Estado moderno-liberal; lo que, en nuestro
caso significa, el Estado señorial o, más precisamente, el Estado colonial
(y su continua paradoja: para ser libre adopta el modelo de su antiguo
patrón). Si el Estado es el que pretende recomponer a la nación toda,
entonces precisa de un modelo a seguir (el autonómico). Ya no se pregunta
por el contenido que debe adoptar sino del modelo que debe imponer (su
referencia ya no es su propia realidad sino el modelo que copia). Se
recompone su lógica: él es el sujeto, el pueblo es el objeto. La lógica de
dominación vuelve a anidar en nuevos actores; la reposición señorial
despierta su condición naturalizada. Por eso decíamos, no se trata de
carácter sino de la estructura propia del Estado colonial; la soberbia y la
arrogancia no son episodios morales de algún ministro sino constituyen el
modo de composición de la forma estatal (los ministros son la mera
personificación de esta composición; a esto hay que agregar: si es el
entorno el que encapsula al primer mandatario es, en definitiva, éste, quien
consiente aquello). No se dialoga pero se esgrime el diálogo de modo hasta
conmovedor. Y ambos lados proponen algo que desconocen por completo. Porque
la razón estatal no se afinca sólo en el Estado sino en la sociedad que le
corresponde.
Veamos más de cerca el conflicto. En primer lugar, si las demandas de Potosí
son centenarias, como son todas las demandas nacionales, ¿por qué cobran
ahora matices tan dramáticos? El robo chileno de las aguas del Silala nunca
generó semejante movilización (curiosamente ausente en las principales
demandas actuales) y, como sucedió con Caranavi, el sólo anuncio de crear
una planta de cemento -entre Oruro y Potosí- activa una movilización que
logra despertar toda la frustración que, no sólo guarda Potosí, sino el país
entero. El afán de riqueza parece desunir más que unir. Si en la pobreza se
puede ser digno, parece que la sola posibilidad de la riqueza genera
ambiciones que despiertan entuertos. La ilusión aparece no para generar
esperanza sino para originar hostilidad. Si la ruina de Potosí es lo que
dejó la colonia, la historia toda de Bolivia es el testimonio de la ruina
que deja la división internacional del trabajo. Las posiciones encontradas
expresan una cultura política centenaria. Los cívicos lo expresan muy bien;
pues, no en vano, son asiduos personajes en conflictos dramáticos (en Santa
Cruz, Sucre, Cochabamba, etc.). Pareciera que necesitan del conflicto para
legitimar su presencia porque, de lo contrario, es decir, sin conflicto, no
tienen presencia alguna. Y a ello se suma, de modo comedido, la derecha más
extremista (y también la izquierda); no sin cierto grado de despecho y
resentimiento contra el actual gobierno, lo que atiza aun más los
conflictos. Algo que los medios saben usar a su antojo. Por eso el diálogo
es lo menos posible en medio de todo aquello.
Porque si el Estado colonial adolece de una vocación dialógica, también la
sociedad reproduce este padecimiento. Lo cual genera una cultura: el
boliviano cuando calla no otorga; se guarda todo hasta que estalla. Si nos
hemos acostumbrado a gritar, es porque no hemos aprendido a dialogar. ¿Qué
significa dialogar? No se puede dialogar sin escuchar. Siglos de impotencia
no sosiegan con el tiempo. Por eso no se puede sólo escuchar lo que le
conviene a uno; la grandeza, hay veces, consiste en escuchar precisamente lo
que no nos conviene. La impotencia no tiene mejor terapia que el ser
escuchada. Si bien puede ser cierto que muchos de los reclamos al gobierno
eran inmerecidos, la actitud de los ministros tampoco era merecedora de
aplauso. Si a cada reproche respondo con otro, entonces no hay diálogo, el
diálogo se hace con argumentos; estos, más que demostrar, testimonian. Por
eso en el diálogo (cuando es verdadero) se expone la persona toda. Por eso
la comunicación no es simple comunicación sino expresión y, sobre todo,
revelación. Pero si los actores no se disponen al diálogo, hay este otro
aditamento que impide su realización: los medios de comunicación.
Ya es paradójica la situación actual: en la era de las comunicaciones, ésta
es cada vez menos posible (como lo mostramos en nuestro más reciente libro:
«La Masacre no será Transmitida: el papel de los medios en la masacre de
Pando»); pero la paradoja no es accidental, sino que retrata a un nuevo
poder que, descomponiendo las relaciones humanas, es como se recompone
constantemente como poder. En los conflictos últimos y, sobre todo, en el de
Potosí, esto ha quedado evidenciado de modo hasta grosero. Porque la
capacidad, ya no sólo de manipulación, sino hasta de inflamación notoria de
los conflictos, hace de los medios el peor escenario de encuentro. Los
medios producen el desencuentro entre las partes porque estas,
desgraciadamente, acuden a estos, de modo inevitable, como mediadores,
siendo los peores.
Como nunca, los medios han venido destacando, de modo hasta insistente, los
vicios gubernamentales, que permea además a todas las gestiones pasadas;
antes no era conveniente mostrarlas, ahora sí (un ejemplo reciente: el
anterior candidato a gobernador por La Paz es sentenciado mediáticamente,
pero el ex presidente Paz Zamora no; los dos conducían en estado de ebriedad
pero, claro, el primero es indio, el segundo no, con el agravante de que el
último causa un fatal accidente). La insistencia tiene un propósito
específico: la descalificación total de este gobierno. Los conflictos sirven
de combustible para dirigir la opinión pública hacia la maldición total.
Esto produce un desajuste moral, porque se trata de la invención de un
monstruo y, lo que es peor, para vencer a este monstruo, los medios
constituyen a su público en otro engendro. Por eso le inyectan a la protesta
matices hasta insensatos (como en Santa Cruz o en Sucre). Ahora lo que
realizan es más siniestro, pues usan la frustración como detonante de una
explosión social. Potosí se bloqueó a sí misma. En semejante castigo
propinado a sí mismo, es natural que la desesperación se haga más impotente.
Este es el suelo que explica una adherencia casi absoluta. Hurgar en las
fibras más íntimas, como lo que pasó en Sucre con la Asamblea Constituyente,
además de una autoflagelación, eran el caldo propicio para suscitar lo que
los medios buscan: la confrontación total.
El gobierno tampoco aprende. El 2002, el golpe a Chávez fue mediático, y
desde el 2006, la asonada mediática en Bolivia no desiste de provocar
escenarios adversos al gobierno. Frente a todo esto, ¿tiene el gobierno
política comunicacional? No. Cree que sus spots le bastan; cuando estos no
hacen más que alimentar a sus enemigos (como el pastor que, por cuidar su
rebaño, sacrifica cada día una oveja a los lobos). Con todo el dinero que el
gobierno coloca, en propaganda mediática, ya habría generado nuevas emisoras
(radio y TV) alternativas, para hacerle frente al monopolio mediático
privado. Para colmo, todo lo que hace bien lo hace para que nadie lo vea
(sumado a esto la desidia de una prensa en franca aversión, pareciera que el
gobierno no hace nada). Por eso, en Potosí, la pregunta favorita de los
medios, incluido Erbol, era: ¿ahora qué opina de Evo? (porque la cosa era
clara: a los medios no les interesa tanto el desprestigio de sus ministros
sino del presidente mismo, este conflicto les sirvió para eso; con el
aditamento siguiente: el propio presidente, por falta de iniciativa, se
propina otra derrota, pues pierde un importante electorado, el potosino). El
no tener política comunicacional conduce a actuar de modo defensivo, lo que
hacen Bolivia TV y Patria Nueva, actuando más como voceros que como
informadores. Si no hay estrategia comunicacional, todo se diluye en
responder a lo que el otro dice y, como este sólo calumnia, entonces, ¿qué
se puede esperar de la prensa estatal? El periodismo (con cada vez menos
excepciones) es otro lastre del proceso; por eso sus favores son hasta
desaires. No en vano sus figuras se la pasan rememorando epopeyas pasadas,
porque del presente no saben decir nada.
Por eso los programas de análisis son huérfanos de reflexión. Porque este
ámbito ha sido raptado por los periodistas, que creen que su contacto
empírico con los hechos les faculta a opinar sobre todo. Aun las ciencias de
la comunicación no se enteran del giro pragmático en las ciencias sociales;
por eso hasta se eximen, arrogantes, de pronunciarse sobre la verdad de los
hechos. Si el relativismo posmoderno (cuya caducidad ya tiene dos décadas)
sobrevive todavía, es por la ignara formación de la prensa actual. El caso
de «no mentiras», de la red PAT, es patético; donde la mentira y la calumnia
tienen consagrados todos sus absurdos. La estructura de estos programas
(como en Panamericana) tiene un afán premeditado; para eso existe el
monitoreo y las interrogantes fabricadas. Lo triste es cómo se cae en ese
guión hasta por default. Las preguntas sólo buscan corroborar lo que ya está
establecido: la posición del medio que, después de haberlo hecho circular
entre los entrevistados, aparece como un hecho descubierto. Tales preguntas
no preguntan sino afirman y hacen del elogio previo el campo para engatusar
a alguien que certifique lo anticipado. Por eso se pasa de un tema a otro
sin nunca ofrecer la verificación de algo. Para eso sirve la elegancia y los
modales, para ocultar el cinismo. Es como llevar a un cristiano al circo
romano. Allí sólo hay descuartizamiento público. Es decir, los únicos
canales que encuentra este gobierno para dirigirse al país (porque el canal
o la radio estatal están en otra o no están), son aquellos donde menos
posibilidad hay para la mediación. Porque lo que hacen los medios es
precisamente mediar; pero esa mediación no media nada sino interviene la
mediación misma anulándola.
Pero, además de acciones premeditadas, se trata también de posicionamientos
hasta emotivos, que hacen de la información un rosario de entuertos con una
casi inexistente imparcialidad (como la corresponsal de radio Aclo, quien
actuaba como portavoz del comité cívico potosinista, más que como
periodista). Es preocupante cómo toda una red nacional, como Erbol, puede
generar descreimiento por el actuar de una corresponsal (mientras por otros
medios se conocía la llegada de nuevos ministros a Sucre a pedido de la
dirigencia cívica de Potosí, la corresponsal, cubriendo la retirada de esta
dirigencia de la ciudad de Sucre, obviaba toda referencia a la llegada de
ministros y su dedicación exclusiva consistía en la repetida afirmación de
que los cívicos de Potosí se iban porque nadie les había dicho si llegaban
los ministros, cuando hasta en conferencia de prensa quedaba asegurada la
presencia de estos en Sucre; parecía que el propósito no era informar sino
hacer de la retirada espectáculo). Este tipo de incidentes se explican por
el antecedente de Sucre. La prensa misma toma partido en el conflicto, no le
queda otra; las redes corporativas abrazan casi todo cuando las fibras
íntimas han sido tocadas. En Sucre fueron los medios los atizadores del
conflicto, como también en Santa Cruz. Si estos se encuentran en medio de
todo, entonces los conflictos seguirán un cúmulo de hogueras, cada vez más
incendiarias.
La posibilidad misma de la comunicación se encuentra sitiada por la
presencia mediática. ¿Por qué los analistas pintan un panorama sombrío del
país? Porque su información proviene de los medios que los contratan. Su
labor consiste en certificar la garantía del producto que los medios venden:
la opinión. El público ya no opina, los medios realizan esa función y así
controlan la interpretación de los hechos políticos. Por eso pueden hasta
generar desestabilización. Por eso, mientras el dirigente cívico de Potosí
anunciaba la conclusión satisfactoria de las mesas de negociación con el
gobierno, ningún canal, salvo el estatal, emitía aquello. Parecía que la
resolución del conflicto sólo era de interés del gobierno.
Si el conflicto es contra el gobierno, los medios se brindan como la mejor
plataforma, de lo contrario, no existe el hecho (como aquel otro percance de
Aerosur en el aeropuerto de El Alto, la semana pasada, que a nadie le
interesó; ¿será que no hubo sangre?, ¿o será que no les conviene hacer mala
propaganda a uno de sus clientes?). El conflicto de Potosí interesaba a los
medios porque era un conflicto contra el gobierno. Por eso resulta curiosa
la participación del cívico de Potosí frente al cívico de Oruro, en el
programa de «no mentiras». Mientras el último señalaba la no disposición a
ceder algo de los límites departamentales orureños, el primero,
curiosamente conciliador, apaciguaba todo, señalando que el conflicto no era
con Oruro; cuando hasta el más ingenuo se daba cuenta que el asunto de
límites no podía no conflictuar la relación con el vecino departamento. La
pregunta obvia era: si el problema no era con Oruro, que era el inmediato
afectado, ¿con quién era entonces? La respuesta también era obvia: el
conflicto era contra el gobierno.
Y aquí es donde el gobierno se aplaza por doble partida. Primero, por no
saber impedir que el conflicto crezca. Segundo, por coadyuvar a su
inflamación; acusando al movimiento potosino de político, lo inflamó (aunque
lo hubiese sido, la condena no ayudada a la solución de conflicto). Como en
Caranavi, la solución no era tan inadmisible, ahora ambos departamentos
tendrán una planta de cemento; y el asunto de límites es algo que
necesariamente deberán consensuar entre partes. Allí también el gobierno
pierde, porque de poder haber sido mediador, ahora, en lo sucesivo, aparece
como estorbo en ese tipo de asuntos. No hay, al parecer, una cultura de la
mediación, porque hasta el «defensor del pueblo» juega un papel hasta
ornamental en todo esto; esperando obtener algún permiso (no se sabe de
quién) para mediar, cuando es la instancia que debería tomar la iniciativa
en este tipo de conflictos.
Volviendo al asunto de fondo. El sector intelectual del gobierno parece que
persigue un proyecto propio: el Estado autonómico. A éste pretende subsumir
el Estado plurinacional. Por eso la lógica estatal no sufre transformación
alguna. Lo que persiguen es una simple reforma estatal. Se abre, lo que
llamaba Zavaleta, otro ciclo estatal, del mismo Estado que se quería
transformar; la reposición del Estado señorial. Otra vez al margen de las
naciones y, en consecuencia, al margen de un proyecto verdaderamente
nacional. Repartir funciones no es democratizar el poder. Si la autonomía
privilegia los ámbitos municipales y las gobernaciones, entonces estamos en
la continuación del modelo neoliberal de «participación popular». Si el
miedo consiste en la desagregación, ¿por qué aparece una nueva concentración
de las funciones en los ámbitos donde precisamente anidaron las tendencias
separatistas, como fueron las prefecturas, ahora gobernaciones? El gobierno
cree que cooptándolas asegura la unidad, cuando no se da cuenta que la
propia lógica en la cual se desenvuelven ahora, posibilita nuevas
concentraciones de poder (por eso la ley electoral no transforma nada
sustancial).
El presidente constantemente afirma que somos ahora independientes porque ya
no nos sometemos a los organismos internacionales, cuando tampoco se da
cuenta que las lógicas institucionales de dependencia permanecen
inalterables todavía. Un país no es nunca independiente del todo; es
independiente en la medida en que toma conciencia del grado de dependencia
que tiene. En la medida en que es consciente de los móviles de su
dependencia real, es que puede superarlas paulatinamente. La inconsciencia
genera ceguera de horizonte; y es algo que empieza a aparecer en los
estrategas gubernamentales. Hay que aprender de Irán, que está dando
muestras de sabiduría diplomática al mundo (sería interesante tomar nota de
algo: entre los estrategas y asesores de Ahmadinejad se encuentran ayatolas
y ulemas; no sería nada malo contar, en nuestro país, con amautas y
chamanes, para paliar por lo menos la insulsa presencia de vetustos
izquierdistas en funciones de asesoramiento).
Este proceso no descansa en proyectos imaginados por una izquierda
eurocéntrica, carente de identidad. Lo novedoso de este proceso es su
carácter propio, que emana como alternativa ante la desintegración
civilizatoria del mundo moderno-occidental, que está llevando al planeta
todo al suicidio colectivo. El último informe de la ONU ya establece que el
1% rico del planeta posee el 40% de la riqueza global. En eso consistía la
globalización: en expandir el mercado total a costa de la humanidad y del
planeta. Por eso el brazo armado de esta expansión, la administración
gringa, juega sus últimas cartas, todas peligrosas, ante la inminencia de
sus fracturas geopolíticas y geoeconómicas. La generación de conflictos
regionales son parte de su agenda latinoamericana. Por eso no podía no haber
conflictos en esta segunda gestión; si las voces de federalismo ahora cunden
donde no debiera, algo sucede que precisa un conjunto de estrategias
gubernamentales que no consisten en la descalificación apresurada de toda
protesta, sino en la prevención de éstas.
Porque puede cundir la insensatez, como aquello de ondear la bandera chilena
en Potosí (cuando la protesta degenera minando hasta la integridad nacional,
se precisa de serenidad mediadora; en la cual deberíamos participar todos
-al margen de los medios-; porque la ventaja que tiene los insensatos es
que, si se efectúa lo que desean, no habrá nadie con vida para demostrarles
su error). Los problemas que aparecen no aparecen porque son de ahora;
aparecen porque nunca fueron resueltos, porque fueron siempre encubiertos.
Incluso, que aparezcan a luz pública, los excesos del poder es bueno, para
así generar la conciencia de acabar con ese conjunto de prácticas que
heredamos como cultura política. Estamos en proceso. Nadie nos dijo que todo
iba a cambiar de modo inmediato. Es más, debíamos comprender que, cuantas
más grandes son las ambiciones, mayores iban a ser los desafíos.
Ahora, por vez primera, aparece la posibilidad de un proyecto de nación que
no niegue el contendido plurinacional y comunitario que nos sostiene como
historia. Nuestra proyección del sentido de vida común es singular, pero su
contenido es plural. Porque la estructura de la vida es así. Lo común no es
lo homogéneo. Lo igual genera repetición, no unidad; la unidad es algo que
se produce y lo produce lo que no es igual: no se es diverso en contra de lo
común; se es diverso porque sólo lo que diverge converge. El Estado moderno
liberal es la negación de esto; por eso se constituye por homogeneización y
pretende unificar al todo en una falsa homologación: Estado=nación. La
nación no es algo dado, no es un modelo prescrito que se deba de seguir. La
nación es un proyecto político. El grado de concurrencia determina el grado
de legitimidad que posea ese proyecto.
El Estado colonial tiende siempre a la legitimidad nula; por eso se ampara
en los poderes foráneos y en el capital foráneo; por eso tramita sus
funciones como simples administrativas. Un verdadero Estado no sólo
gestiona; si un Estado independiente es esencialmente político, lo es porque
lo que expresa, contiene y desarrolla es la forma de vida que le sostiene. Y
si los sectores dirigenciales son quienes no se encuentran a la altura de
este proceso, no por ello fracasan los propósitos originales. También el
pueblo debe aprender a caminar el proceso que ha iniciado. No se trata de
asaltar el poder sino de transformarlo. Quienes desean asaltarlo son quienes
replican sus vicios porque tienen, en definitiva, una pretensión de dominio;
por eso no conciben otro proyecto que modernizarnos, porque una vez
instaurados en el poder lo que buscan es imponerse y dominar.
Transformar el poder significa transformar la política; hacer de ésta un
servicio comunitario: mandar obedeciendo, servir como modelo de vida. La
marcha de la CIDOB nos llamó la atención. Los pueblos de tierras bajas nos
están enseñando el camino. Será porque la conciencia moderna no empañó del
todo su horizonte de vida. Si cocaleros y campesinos estaban dispuestos a
enfrentarse a la CIDOB, con la venia de algunos personeros gubernamentales,
ello nos motiva a dirigir ahora la crítica a estos sectores. El tufo de
diciembre sigue con sus estertores; la resaca no es sólo de un senador del
MAS, es de varios personeros gubernamentales que no tienen idea de qué es lo
que está en juego, y despotrican contra algo que no achuntan, porque más
parecen los delirios de quien sufre todavía los efectos de su propia
infatuación.
La Paz, Bolivia, 15 de agosto de 2010
Rafael Bautista S.
Autor de «PENSAR BOLIVIA: DEL ESTADO COLONIAL AL ESTADO PLURINACIONAL»