Colombia: con la guerrilla de las FARC (I)
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Foto: Un guerrillero de las FARC con las armas reposadas en el campamento de La Fila (Iconozco, Tolima). Foto / Jesús de la Roza.
A principios de este mes de marzo regresó del país latinoamericano, tras dos semanas de intenso trabajo, la XIII Comisión Asturiana de Verificación de los Derechos Humanos en Colombia. Una docena de personas, entre ellos eurodiputados, sindicalistas y representantes de la sociedad civil, recorrieron miles de kilómetros y estuvieron en dos de las 26 zonas veredales, donde se agrupan los guerrilleros de las FARC en proceso de desarme e integración. También se entrevistaron con miembros del Gobierno y estuvieron en la embajada española. Uno de los expedicionarios, Jesús de la Roza, cuenta en dos artículos la experiencia y sus reflexiones sobre la situación en Colombia.
Jesús de la Roza / Confederación Intersindical, SUATEA (Campamento de la Elvira, Cauca, Colombia).
Apenas unas horas después de aterrizar en Bogotá, la Delegación Asturiana de Derechos Humanos dejaba atrás la ciudad de Cali, las llanuras del Valle del Cauca y ascendía en microbús por sinuosas y remotas carreteras de tierra en las montañas del departamento del Cauca, camino de nuestro primer encuentro con las FARC, en la zona veredal de “La Elvira” (uno de los 26 puntos de concentración de la guerrilla previo a su desarme, integración en la vida civil y transformación en fuerza política). Unos kilómetros antes de llegar a nuestro destino la delegación fue retenida en un puesto militar que nos impidió continuar. En una clara violación de los acuerdos de paz de La Habana, el Alto Comisionado para la Paz, había ordenado que no se nos dejara pasar. Tras tres horas de retención e intensas negociaciones telefónicas, se nos permitió seguir nuestro camino “bajo nuestra responsabilidad”. Parecía que alguien estuviera interesado en que una delegación internacional, que incluía dos eurodiputados, no fuera testigo de los incumplimientos del Gobierno.
Cuando llegamos a la zona de recepción de visitantes de La Elvira nos encontramos con una explanada en la que había una pequeña cancha deportiva recientemente construida por la comunidad y dos antiguas construcciones. Eso fue todo lo que los 292 guerrilleros se encontraron cuando llegaron unas semanas antes a esta zona veredal. El Gobierno tenía que haber construido en estas 26 “zonas veredales” campamentos habitables con construcciones dignas, agua, luz, servicios médicos… y facilitar el progresivo contacto entre guerrilleros y comunidades vecinas y visitantes en general. Las FARC cumplieron y sus 7.000 hombres y mujeres (que suponen un 30% de la guerrilla) se establecieron en los campamentos, pero el Gobierno apenas comenzó las obras hasta tiempo después de la llegada de la guerrilla: ”En algunos sitios, no han puesto ni una piedra”. En La Elvira, un kilómetro más arriba del punto de recepción, pudimos comprobar la presencia de algunos obreros y unas pocas máquinas allanando terrenos anunciando futuras construcciones. “Como mucho el 10 o 15 % de la obra prevista”, nos indica Walter Mendoza, comandante del Bloque Occidental “Alfonso Cano”. Sin luz, sin agua, sin servicios médicos, los guerrilleros sobreviven estoicamente y “con paciencia revolucionaria” en las cabañas de madera y plásticos que ellos mismos se han construido. “Vivimos peor que en la selva”, nos confesaba un guerrillero.
Pese a todo, el anhelo de construir y vivir en una Colombia en paz se refleja en todo el campamento, en las palabras de guerrilleras y guerrilleros, en los grafitis que adornan algunas cabañas con permanentes alusiones a la paz, en la bandera blanca que ondea a la entrada del campamento, en la actitud tranquila de jóvenes y no tan jóvenes guerrilleros y guerrilleras que, pese a las dificultades, sueñan con la paz y saben que podrán dormir tranquilos sin el temor a que los despierte el sonido de una bomba. No temen que el proceso se dilate, unos meses no son nada tras casi 53 años de guerra.
Foto: Una guerrillera con su hija en el campamento La Elvira (Cauca). Foto / Jesús de la Roza.
En que la apuesta de las FARC por la paz es inequívoca coinciden todos y así nos lo manifestaron los mandos con los que nos reunimos en La Elvira. Tanto el mencionado Walter Mendoza, como Francisco González, del “Alto Estado Mayor”, como Rolando Cauca (34 años en la guerrilla), como Pacho (uno de los jefes en el campamento) nos confirmaron estar “comprometidos 100% con el proceso”, dispuestos a “jugárselo todo por la paz” y “hacer todo lo que esté en su mano” para que esto llegue a buen término, porque, apostillaba el comandante Mendoza, “la guerra es la peor pandemia de la Humanidad”.
Campamento de La Fila
Días después, tras un largo viaje en todoterrenos, visitamos la vereda de “La Fila”, también situada en un lugar remoto de las montañas Iconozco, Tolima. La dificultad para llegar al campamento, levantado en una ladera, no la puso la policía que vigilaba el acceso, sino el barro. Había llovido la noche anterior y seguía lloviznando cuando comenzamos a caminar por la cuesta que nos llevaba al punto de recepción del campamento. Seguidamente, otro kilómetro de subida por un sendero cada vez más impracticable. Por fin, entre la arboleda y la incipiente niebla que comenzaba a descender por los altos, divisamos las primeras cabañas de caña, madera y plástico construidas por la guerrilla.
Si en La Elvira las obras no habían avanzado un 15%, en La Fila ni siquiera habían comenzado. Tras un inhumano viaje de 32 horas en autobús, sin que la ONU les facilitase comida, ni posibilidad de asearse, llegaron a una vereda sin habilitar. Todo el campamento fue levantado por la guerrilla. Cuando llegaron los contratistas a decir que iban a construir unas casas prefabricadas de 3 metros cuadrados, los guerrilleros rechazaron esas “casitas de cartón” y les hicieron dar la vuelta “por dignidad” y “porque no es lo que está firmado en los acuerdos”, como nos recordaba Carlos Alberto, uno de los mandos de las FARC en el lugar.
Llegar a La Fila y ascender por la ladera viendo el campamento, con sus cabañas repartidas por el claro es como llegar a una aldea un domingo en el que no hay otra actividad que el cotidiano cocinar, lavar, fregar, limpiar (tareas que vimos realizar siempre a guerrilleras, pese a que las FARC procuran integrar el feminismo en su discurso y llegar a presumir de que “igual que ellas cogen las armas, ellos trabajan en la cocina”).
Era emocionante ver a padres y madres con sus bebés de pocos meses en brazos a los que mostraban con orgullo. Son “los hijos de la paz”, nos decían. Así conocimos a Alejandro, un bebé de dos meses que su mamá nos mostraba embelesada, o a Mikel, un bebé de seis meses que había encontrado un juguete en las gafas de la activista de derechos humanos que la sostenía en brazos. Había otros 5 niños en el campamento.
Foto: El campamento guerrillero de La Fila, en Iconozco (Tolima). Foto / Jesús de la Roza.
También pudimos observar la alegría de una familia que se lavaban en un pilón de agua helada. El niño se quejaba del agua, pero se mostraba feliz de reencontrarse con su padre tras cuatro años sin verle. Escenas que parecen cotidianas, pero que entrañan un momento especial: los niños de la paz, el reencuentro de guerrilleras y guerrilleros con sus hijas e hijos.
Pero no todo es tan idílico. Además de un clima muy diferente al clima caluroso al que estaban acostumbrados, el campamento carece de agua, luz, y asistencia médica. Además de 7 niñas y niños, hay 9 mujeres embarazadas y más de 30 heridos que necesitan atención médica de la que carecen. Han habilitado una cabaña como enfermería, pero apenas disponen de medicinas y el personal consiste en un guerrillero/enfermero que se formó en la guerra.
Son conscientes de los incumplimientos del Gobierno, denuncian el aislamiento al que se les quiere someter dificultando el que lleguen visitas (a menudo son identificadas y fotografiadas por la policía) pero, al igual que en La Elvira, se muestran firmes en su decisión de lograr una paz con justicia, como rezan (dicen) las banderas blancas que ondean repartidas por todo el campamento. Sabedores de las dificultades que obstaculizan el proceso de paz desde su inicio, y sabedores de que “no hay marcha atrás”, hay tres cosas en las que insisten y que dan vueltas en mi cabeza, una y otra vez, según voy bajando la embarrada ladera al final de la visita. Una, la necesidad de que la comunidad internacional conozca la realidad de la situación del país, se involucre, apoye, vigile y contribuya a que se cumplan los acuerdos. Otra es la imperiosa necesidad de contar con la más amplia movilización social colombiana posible en su apoyo y defensa (“los acuerdos son para la sociedad colombiana, no para las FARC”, nos decían). Por último, siempre que hablan de acuerdos y de incumplimientos, mantienen vivo el recuerdo de sus presos, a los que siempre ponen por delante. Presos que malviven en las cárceles, como pudimos comprobar en nuestra visita al penal de Picaleña, y que esperan por las leyes de amnistía e indulto previstas en los acuerdos. De este incumplimiento y de la visita a la cárcel de Picaleña, Ibagué, Tolima, os contaré en la próxima entrega.
Colombia: vida y muerte en la lucha por la tierra (y II)
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Foto: Pintada a favor de la paz en Bogotá. Foto / Jesús de la Roza.
Jesús de la Roza / Confederación Intersindical, SUATEA (Campamento de La Elvira, Cauca).
El penal de Picaleña
Los acuerdos de La Habana contemplan la excarcelación de presos de las FARC mediante leyes de amnistía e indulto que aún no se han producido. La mayoría de los 2.200 presos de las FARC y de otros más de 2.000 milicianos siguen en la cárcel.
Gracias al buen hacer de “la mamá de los presos” y otros miembros del Comité de Ayuda a Presos Políticos, pudimos visitar a casi 50 presos políticos de las FARC, en su mayoría, en el módulo 3 del penal. Todos ellos, algunos muy jóvenes, tenían condenas que sobrepasaban los 25 años.
El proceso de paz no ha cambiado para nada la dura vida en la cárcel. Al contrario, el nuevo código penitenciario la endurece más, si cabe. La primera queja que escuchamos tenía que ver con su condición de presos políticos. Se quejaban de que además de no estar cumpliéndose los acuerdos, en la cárcel seguían siendo tratados como enemigos y recibiendo un trato vejatorio. Ni siquiera tenían a todos los presos políticos juntos, sino repartidos en diferentes módulos y mezclados con diferentes presos, paramilitares incluidos. Lo más grave es el problema de los enfermos, algunos graves, que no reciben atención médica o la medicación necesaria.
También abundaron las quejas sobre el agua, del que solo disponen 30 minutos al día. Contaron que les encierran en sus celdas, sin agua ni comida, desde las tres de la tarde hasta las 6 de la mañana del día siguiente, que la comida es escasa y mala, y las comunicaciones telefónicas caras. Igualmente se quejaron de los cacheos intrusivos a las visitas en las que se utilizan perros y las condiciones en que se realizan los vis a vis. Por último, denunciaron la corrupción que supone el que las visitas ya no puedan traer comida de casa y tengan que comprarla en unas cantinas frente a la prisión de las que se beneficia “la dirección”. Con todo, hay cárceles en peores condiciones. Un preso nos contó que en una cárcel anterior en la que estuvo, tenían que defecar en bolsas, por la ausencia de servicios.
Tras las visitas a los campamentos y a la prisión, resulta evidente que el “proceso de paz” está siendo retardado e incumplido por el Gobierno. Si algo tan sencillo como la construcción de unos campamentos, o la elaboración de unos decretos de amnistía para la guerrilla no se cumple, ¿cómo resolverá el Gobierno los espinosos problemas de participación política, paramilitarismo y restitución de tierras?
El paramilitarismo que sigue matando
“Es muy contradictorio: estamos en un momento de post-conflicto y cese el fuego, pero no hay garantías para el trabajo social, político, sindical y de derechos humanos”, nos decía en Popayán (Cauca) un miembro de la “Red por la vida y los derechos humanos”. Y no le falta razón. A lo largo de 2016, fueron asesinados 120 líderes y lideresas sociales, campesinos, docentes, sanitarios, estudiantes…, 40 de ellos solo en la región del Cauca. En lo que va de año, ya son más de 20 los asesinatos cometidos, 5 durante las dos semanas de nuestra visita, cumpliéndose el macabro ritmo de un defensor o defensora de derechos humanos asesinado cada tres días.
El Gobierno niega la existencia del paramilitarismo. Así nos lo hizo saber el viceministro de Defensa Aníbal Fernández de Soto en nuestro encuentro con él. El Gobierno habla de bandas armadas organizadas que ocupan territorios abandonados por las FARC con ánimo lucrativo: minería ilegal y narcotráfico. El asesinato de líderes sería consecuencia de esos intereses económicos comprometidos por la defensa del territorio por parte de los campesinos; pero, según él, no serían crímenes políticos, ni habría conexión con el Estado, ni las bandas forman parte de una única estructura. Implícitamente, el viceministro reconoce un grave problema denunciado por las organizaciones sociales con las que nos reunimos por todo el país y por las FARC: pese al despliegue de más de 60.000 soldados, el Gobierno no tiene el control de todo el territorio nacional. Donde las FARC era un Estado “de facto” había normas y reglas de convivencia. La llegada de las bandas paramilitares ha disparado el número de homicidios y asesinatos selectivos.
En nuestras asambleas con las comunidades, tanto en las regiones del Cauca y Valle del Cauca, como en el sur del Bolívar, Centro y Sur del Cesar, Tolima, Córdoba, Sucre y Cartagena, en los numerosos encuentros con campesinos, sindicalistas, docentes, desplazados, amenazados y víctimas en general, los testimonios sobre la presencia paramilitar en numerosas zonas del país fue abrumadora. “Águilas Negras”, “La Constructora”, “Los Rastrojos”, “Autodefensas Gaitanistas”, “Clan del Golfo”, son nombres de otras tantas organizaciones paramilitares de las que oímos hablar. Escuchamos relatos de nuevos desplazamientos forzados, de panfletos y amenazas, de nombres y lugares por los que campean, de connivencia con fuerzas armadas, Fiscalía y autoridades. Escuchamos la relación pormenorizada de líderes sociales asesinados, sus nombres y circunstancias. Asistimos a la impotencia de campesinos a quienes se les impide recuperar sus tierras, del dolor de personas que perdieron a un padre, una madre, a una hija… Nos hablaron del miedo de algunos que renuncian a sus derechos y se van de la tierra por temor a perder la vida; pero también pudimos comprobar el compromiso de comunidades rurales organizadas en defensa de su territorio para las que “ya no cabe el miedo”, el tejido organizativo que se desarrolla en la búsqueda de una soberanía alimentaria, la capacidad de recuperar cultivos y crear cooperativas comunitarias, el papel decisivo de la mujer en esta lucha por la tierra. Su capacidad para “crear vida”, como tantas veces escuchamos.
Porque, en el fondo, se trata de un conflicto por la posesión y uso de la tierra: la lucha del campesinado por recuperar y/o mantener las tierras ancestrales de las comunidades, contra los intereses de las multinacionales que necesitan cada vez de más y más tierras para desarrollar sus proyectos o ejecutar otros nuevos. Los sectores más denunciados fueron el minero energético (oro, fráking, petróleo…), agroindustrial (sobre todo el arrasador cultivo de palma) y ganadero. Todos ellos mezclados con los intereses del narcotráfico y las bandas paramilitares, que son quienes realizan el trabajo sucio en beneficio de los anteriores.
Foto: Encuentro con campesinos en San Benito Abad (Sucre). Foto / Jesús de la Roza.
“Vamos a mandar, ahora que la guerrilla se va”
Un día, tras cinco horas de navegación por el río Magdalena, llegamos a Arenal (Sur del Bolívar), otra zona castigada por la guerra y el paramilitarismo al que responsabilizan de 11 asesinatos en la zona en 2016. Han vuelto las amenazas, los desplazamientos y la presencia de encapuchados en una zona que constituye un corredor del narcotráfico y en el que la explotación de la palma ha convertido a campesinos en obreros agrícolas con salarios de hambre. El abandono del Estado es tal que, “en una de las veredas, la escuela son dos aulas debajo de un árbol. En otras han sido construidas por los campesinos; a veces incluso la comunidad tiene que hacerse cargo de pagar al maestro”.
Pese a todo, las comunidades se organizan y luchan. Se muestran orgullosos de estar “rescatando la soberanía alimentaria” y “recuperando cultivos que como la yuca o el plátano habían llegado a desaparecer”. Nos muestran con orgullo su cooperativa y los productos que elaboran cinco mujeres a las que da empleo: mermeladas, vino de frutas… en un proceso integral que abarca desde la siembra y la recolección, hasta el envasado y la comercialización. Visitamos su radio comunitaria “La Negrita”, una radio que pretende dar la voz al pueblo; pero todo lo tienen que pelear: de la radio se apoderó la policía, aunque la recuperó la comunidad, y de la cooperativa quisieron apoderare las autoridades locales.
Lágrimas de sangre
Al día siguiente nos dirigimos a Aguachica, ya en el departamento del Cesar, una polvorienta ciudad que, pese a su nombre, solo dispone de agua corriente cada 15 días. En cambio, los uniformes de los niños y niñas de la escuela privada religiosa en la que nos reunimos lucían limpios. Las comunidades de Aguachica sufren la doble amenaza del incremento del cultivo de palma que expulsa a los campesinos de sus tierras y de los terratenientes ganaderos, que “cortan las alambres de los cultivos para que el ganado entre y lo destruya”, como nos decía resignado el campesino Alirio Díaz. Este apoderamiento de tierras se hace también a costa de desecar los humedales del río para ganar terreno para la palma y el ganado, lo que también ha contribuido a una disminución drástica de la pesca. Están amenazados también por proyectos industriales de hidrocarburos (gas y petróleo) y por megaproyectos como la carretera “Ruta del Sol”. Igualmente, se encuentra en un corredor de narcotráfico, con lo que la proliferación de las bandas paramilitares y las amenazas a los líderes comunitarios han ido en aumento.
La lucha por la defensa de la tierra contra la expansión del cultivo de palma “nos ha costado lágrimas de sangre”, nos decía un campesino. Otros agricultores, despojados de sus tierras, acabaron convertidos en pobres asalariados explotados en empresas de palma, donde hacer sindicalismo es sinónimo de peligro de muerte (en Colombia han asesinado a más de 3.000 sindicalistas en los últimos treinta años, causando que el porcentaje de afiliación sindical no llegue al 4%). Encima, quieren que pasen a ser subcontratados y precarizar aún más su situación en una tierra con más de un 90% de trabajo informal (venta ambulante, etc.), donde está privatizado el alumbrado, la recogida de basuras… y donde la nueva tarifa de agua, ese agua que solo disfrutan cada dos semanas, supone el 15 o 20% del salario mínimo. “Podríamos tener agua cada dos días, pero tememos que lo quieren privatizar culpando al mal servicio público”, remarcan.
“Quiero mucho a mi tierra”
Andrés Narváez es un campesino, analfabeto, compositor de letras y, a poco que se lo pidas, cantante; pero también es un líder comunitario en la restitución de las tierras de la finca “La Europa”, municipio de Ovejas, departamento de Sucre. La lucha por recuperar esta tierra, que les corresponde tras una reforma agraria de hace años, ha costado la vida de 15 campesinos, 6 desapariciones y 90 familia desplazadas. A Andrés Narváez le pegaron cuatro tiros en 2015, sobreviviendo de milagro. Tuve el gusto de conocerle en Asturias, donde pasó seis meses como refugiado ante el peligro que corría su vida, y nos reencontramos en su tierra, en la finca “La Europa”, en los Montes de María, tierra a la que compuso bellas canciones desde su refugio en España. Al despedir a sus “hermanos asturianos”, volvió a cantarnos esos versos que aún resuenan en mi cabeza y que comienzan: “Yo quiero mucho a mi tierra, la recuerdo todos los días… cuando se esconde la luna, el sol empieza a nacer…”.
Pero, pese a su porte sereno, la vida de Andrés sigue en peligro, como la de su amigo Argimiro, contra el que atentaron el pasado noviembre y que salvó su vida gracias a la rápida intervención del escolta. El sicario que disparó a Andrés fue detenido y juzgado, pero ya está libre, acusado solo de un delito de lesiones, en un país donde la impunidad es la gran aliada de la violencia. Según el propio fiscal general, más del 90% de los crímenes permanecen impunes.
Cultivadores y narcotráfico
A los problemas a los que se enfrenta el campesinado colombiano vistos hasta ahora, hay que añadir uno más: el de la sustitución de los cultivos ilegales de coca, marihuana y amapola. Los acuerdos contemplan la sustitución de dichos cultivos en un proceso organizado con la participación de las comunidades. Pese a ello, el Gobierno ha continuado con la erradicación de dichos cultivos, llevando a la indigencia a las personas cuya subsistencia depende de ellos. Esta política, que puede llevar a situaciones explosivas en las zonas afectadas, constituye otro incumplimiento más por parte del Gobierno. Como nos decía un miembro del sindicato campesino Fensuagro, “el problema no es la coca, sino el narcotráfico; es necesario cambiar la estructura agraria, pero contando con la comunidad.
Foto: Monumento al maestro caído en Montería (Sucre). Foto / Jesús de la Roza.
Monumento al maestro caído
Nada más llegar al edificio del sindicato docente Ademacor-Fecode, en Montería, departamento de Sucre, sorprende el enorme monolito de seis metros de altura dedicado “Al maestro caído”. Deja de sorprender cuando el presidente del sindicato informa de que en los últimos 30 años han sido asesinados más de 1.000 maestros y maestras en Colombia, muchos de ellos en Córdoba, departamento en que se haya Montería. Algunos de sus familiares, viudas, hijos e hijas, hermanas, padres… estaban presentes. A día de hoy siguen las amenazas y extorsiones. Solo en los dos primeros meses de este año hubo 10 denuncias. “Y eso, los valientes que se atreven a denunciar, que seguro que hay muchos más que tiene miedo”, subraya el sindicalista. Un ejemplo más de que el terror paramilitar se extiende por todo el tejido social: enseñanza, sanidad, industria, campesinado,…
A modo de reflexión final
Tras dos intensas semanas de recorrido por diferentes departamentos colombianos, hemos podido comprobar el firme e inquebrantable compromiso con la paz de las FARC, así como el apoyo de las comunidades campesinas, de asociaciones de derechos humanos, y organizaciones de base, en general, a los acuerdos de La Habana. También la desconfianza hacia un Gobierno que está incumpliendo los plazos establecidos.
Pero la paz también tiene poderosos enemigos: multinacionales de la energía, la minería, la agroindustria, así como terratenientes y narcotraficantes, junto con sectores de la policía, el ejército y las diferentes administraciones públicas ponen palos en las ruedas de un proceso que, de cumplirse, afectaría gravemente a sus intereses económicos mafiosos. El propio Gobierno está dividido, como nos reconocía Todd Howland, Alto Comisionado de Naciones Unida para Colombia.
La incapacidad del Gobierno para cumplir los plazos de los acuerdos, para acabar con el paramilitarismo y para proteger la vida de los líderes sociales de todos los sectores dificulta el proceso de paz. Todos los colectivos con los que nos reunimos son conscientes de que es necesaria una fuerte movilización social en Colombia en su defensa que rompa las barreras mediáticas con las que el Gobierno oculta los problemas reales del país; pero también es necesaria la vigilancia de la comunidad internacional como garante del mismo. Es especialmente importante que los fondos económicos para la paz sean gestionados por las propias comunidades beneficiarias de los mismos. En diferentes ocasiones manifestaron su temor a que fueran gestionados por administraciones corruptas que acabarían favoreciendo “a las mismas mafias de siempre”.
En medio de la desconfianza, el temor y la muerte, la esperanza comienza a formar parte del horizonte político colombiano.