Por Francisco López Bárcenas
Ircamericas.org – 7 de febrero.- De la demanda de reconocimiento a su construcción. «La lucha por esta América Latina liberada, frente a las voces obedientes de quienes usurpan su representación oficial, surge ahora con potencia invencible, la voz genuina de los pueblos, voz que se abre paso desde las entrañas de sus minas de carbón y estaño, desde sus fábricas y centrales azucareras, desde sus tierras enfeudadas, donde rotos, cholos, gauchos, jíbaros, herederos de Zapata y de Sandino, empuñan las armas de la libertad.»
– Ernesto Che Guevara, En respaldo a La declaración de la Habana, 1960
En América Latina se viven tiempos de autonomías. De autonomías indígenas. El reclamo se posicionó como demanda central de los movimientos indígenas nacionales en la década de los noventas del siglo XX y se consolidó a principios del siglo XXI.
No es que antes no existiera, al contrario, desde la época de la conquista -española en unos casos, portuguesa en otros- hasta la consolidación de los estados nacionales, desde las rebeliones de Tupac Amaru, Tupac Katari y Bartolina Sisa, en tierras andinas, hasta las de Jacinto Canek en tierras mayas contra el poder colonial.
Pasando por las de el Willka Pablo Zárate en Bolivia, o las de Tetabiate y Juan Banderas entre los yaquis de México, durante la época republicana, o las de Emiliano Zapata en México y Manuel Quintín Lame en Colombia, durante el siglo XX, hasta la rebelión zapatista también en tierras mayas, a finales del siglo XX y principios del siglo XXI, las luchas de resistencia y emancipación de los pueblos indígenas han estado permeadas por las reivindicaciones autonómicas.
Estas luchas han incluido los mismos proyectos utópicos que pasan por ser pueblos con derechos plenos, territorios, recursos naturales, formas propias de organización y de representación política ante instancias estatales, ejercicio de la justicia interna a partir de su propio derecho, conservación y desarrollo de sus culturas y elaboración y ejecución y puesta en práctica de sus propios planes de desarrollo, dentro de sus demandas mas significativas.
El asunto no es para menos. Así lo ha entendido la misma Agencia Central de Inteligencia Americana (CIA), quien desde principios del siglo XX advertía que los movimientos indígenas serían uno de los principales desafíos a los gobiernos nacionales en los próximos 15 años, los cuales, desde su punto de vista, se incrementarían «facilitados por redes transnacionales de activistas de derechos indígenas, apoyados por grupos internacionales de derechos humanos y ecologistas bien financiados», «Las tensiones -añadía el informe- se intensificarán en un área desde México a través de la región del Amazonas».1
Más recientemente, el representante de los Estados Unidos para América Latina en Asuntos Hemisféricos, John Dimitri Negroponte, refiriéndose al triunfo del aymara Evo Morales Ayma en las elecciones presidenciales de la república de Bolivia, afirmó que los movimientos subversivos están haciendo mal uso de los beneficios de la democracia y eso pone en peligro la estabilidad de los Estados nacionales en toda América Latina.
Los movimientos de los pueblos indígenas y su lucha por la autonomía son una preocupación para los grupos económicos y políticos dominantes, porque forman parte de otros movimientos sociales de América Latina que resisten a las políticas neoliberales y sus efectos sobre la humanidad, pero también son parte integrante de los amplios sectores sociales que impulsan propuestas alternativas que nos ayuden a remontar la crisis en que se encuentra el mundo.
Sólo que a diferencia de los demás, los que protagonizan los pueblos indígenas y sus organizaciones son más radicales y profundos en sus planteamientos, tanto por los métodos de lucha que han utilizado para hacerse presentes -la mayoría de las veces de manera pacífica pero cuando esto no es posible de manera violenta- pero también porque sus demandas para ser posibles requieren de una transformación profunda de los Estados nacionales y sus instituciones, que prácticamente nos llevaría a la refundación de los Estados nacionales en Latinoamérica.
El reclamo del los pueblos indígenas del reconocimiento de su autonomía tiene otro componente que pone a pensar a las clases hegemónicas que detentan el poder en cada uno de los estados de América Latina donde suceden.
Éstos se presentan justo cuando los estados entran en un fuerte debilitamiento, producto del empuje de las fuerzas económicas internacionales para que se vayan retirando de la esfera pública, reduciéndolos en la práctica a simples gerentes de los intereses capitalistas.
Paradójicamente, son esas mismas clases sociales las que ponen el grito en el cielo ante el reclamo indígena de reformar o refundar los Estados para hacerlos funcionales a las realidades multiculturales de sus habitantes, afirmando que de aceptarse los reclamos de los pueblos indígenas los estados terminarían hechos pedazos.
Pero la realidad es otra, si se pactara un nuevo estado en donde los pueblos indígenas fueran reconocidos como sujetos políticos autónomos, seguramente los estados se fortalecerían y entonces las fuerzas económicas del libre mercado perderían hegemonía en el diseño de sus políticas antipopulares.
El argumento ha sido usado por los poderosos para diseñar verdaderas políticas de contrainsurgencia con las que enfrentan a los movimientos sociales y sus aliados, bajo la idea de la defensa de la soberanía nacional, lo cual ha sucedido de muy diversas maneras.
En algunos casos entre los que se cuentan los de Bolivia y México, el Estado ha confrontado directamente a los movimientos indígenas, inclusive movilizando su aparato militar fuera de los marcos constitucionales; en otros como Panamá, Nicaragua, y en alguna medida Ecuador -sobretodo en la parte andina- han optado por el uso de una «estrategia envolvente» para recuperar los espacios perdidos.
En estos casos no se llega a la confrontación violenta sino se opta por el uso de los partidos políticos como mecanismo de control, ofreciendo cauces para acceder al poder, que terminan siendo formas de control y desarticulación.
Otra estrategia usada es el aislamiento, como se ha hecho en Brasil y parte del Ecuador, donde se ha dejado el campo abierto para que sean las compañías transnacionales que se apropian de los recursos naturales las que enfrenten directamente el descontento indígena mientras el Estado actúa como si nada pasara.2
Digámoslo con toda claridad. Los pueblos indígenas de América Latina luchan por su autonomía porque en el siglo XXI siguen siendo colonias. Las guerras de independencia del siglo XIX acabaron con la colonización extranjera -española o portuguesa- pero quienes accedieron al poder siguieron viendo a los pueblos indígenas como colonias.
Colonias que las clases hegemónicas escondieron tras la mascarada de los derechos individuales y la igualdad jurídica, pregonadas por el liberalismo decimonónico y que, ante la evidencia de la falsedad de ese argumento, ahora se esconden bajo el discurso del multiculturalismo conservador, que se manifiesta en reformas legales que reconocen las diferencias culturales de las poblaciones de los estados pero éste sigue actuando como si no existieran.
Todo eso mientras los pueblos indígenas de América Latina sufrían y sufren el poder de un colonialismo interno. Por eso los movimientos indígenas, a diferencia de otros tipos de movimientos sociales, son luchas de resistencia y emancipación.
Por eso su demanda se aglutina en la lucha por la autonomía, por eso las preocupaciones de las fuerzas imperiales aumentan en la medida en que los movimientos crecen, por eso es que el logro de sus demandas implica la refundación de los Estados nacionales.
»»500 años de resistencia.- En el año de 1992, en el contexto de la campaña continental 500 años de resistencia indígena, negra y popular, con la cual los diversos movimientos indígenas del continente americano protestaban por las celebraciones que los gobiernos impulsaban con motivo de los cinco siglos de la invasión europea al continente americano -descubrimiento le decían ellos- los movimientos indígenas transformaron sustantivamente sus formas de manifestación política y sus demandas.
En el primer caso dejaron de ser apéndice de los movimientos campesinos, que siempre los colocaban a la cola tanto en su participación igual que a sus reivindicaciones y se convirtieron en sujetos políticos ellos mismos.
En el segundo, denunciaron el colonialismo interno que en los estados nacionales de los que forman parte se ejercía contra ellos, exhibieron al indigenismo como una política para encubrir su situación colonial y reclamaron su derecho a la libredeterminación, como pueblos que son.
Nicaragua es un caso excepcional, porque debido a que la contrarrevolución adoptó el discurso étnico, en el año de 1987 incorporó el régimen de las autonomías regionales para desactivar la oposición armada, lo que con el paso del tiempo funcionaría también para desactivar al movimiento indígena.
Pero fuera de ese caso, desde el año de 1992 los movimientos indígenas son movimientos de resistencia y emancipación: resistencia para no dejar de ser pueblos, emancipación para no seguir siendo colonias. Las reivindicaciones étnicas se juntaron con las reivindicaciones de clase. El eje de las demandas de los movimientos indígenas pasó a ser el derecho de libre determinación expresado en autonomía.
Desde el año de 1966, los Pactos de Derechos Civiles y Políticos y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, reconocían el derecho de los pueblos a libre determinación y como consecuencia de ello a establecer libremente su condición política, así como a decidir de la misma manera sobre su desarrollo económico, social y cultural.
El derecho reconocido incluía la disposición libre de sus recursos naturales para su beneficio, sin dejar de lado la obligación de cooperación internacional bajo el principio del beneficio recíproco.
Los movimientos indígenas no sólo exijen derechos individuales para las personas indígenas sino también colectivos, para los pueblos de los que forman parte; que no limiten su exigencia a que las instituciones estatales cumplan sus funciones sino que se transformen; que no reclamen tierras sino territorios.
Que no demanden que les permitan usufructuar los recursos naturales que se encuentran en sus territorios sino la propiedad de ellos; que no reclamen participar en los órganos estatales sino reconocimiento de su propios gobiernos, que no sólo se les administre justicia conforme a derecho estatal sino se reconozca su derecho a administrar justicia por ellos mismos y de acuerdo con su derecho propio.
Que no busquen que haya planes de desarrollo para ellos sino que se reconozca su derecho a diseñar su propio desarrollo; que no sólo les lleven la cultura dominante sino que también se reconozca y respete la suya. Los pueblos indígenas no quieren seguir siendo colonias sino pueblos con plenos derechos.
Los nuevos reclamos de los movimientos indígenas abrieron una nueva etapa en la historia de los derechos indígenas, la cual en un principio se manifestó en el hecho de que los estados nacionales de América Latina que no habían modificado sus constituciones políticas y su legislación interna para incorporar en ellas el reconocimiento de la existencia de los pueblos indígenas y la garantía de sus derechos colectivos, lo hicieran.
Se desató así una fiebre legislativa en donde se legislaba más que para reconocer derechos, para que la clase política no perdiera legitimidad. De esa manera, a excepción de algunos Estados, como el chileno, casi todos reformaron sus constituciones políticas para incorporar en ellas a los pueblos indígenas y sus derechos.
»»Las tendencias autonómicas.- Cuando los pueblos indígenas se dieron cuenta de que su lucha por el reconocimiento constitucional de sus derechos no había dado los resultados esperados, enfocaron sus esfuerzos a la construcción de las autonomías en los hechos. De esa manera algunos movimientos que ya caminaban en ese rumbo se potenciaron mientras otros iniciaban el largo caminar en ese sentido.
Para hacerlo apelaron a lo que tenían: sus culturas, sus historias de resistencias, sus estructuras orgánicas, sus relaciones con otros movimientos sociales y las realidades concretas de sus países. En diversos niveles, en la década de noventa, los estados latinoamericanos vieron transformarse los movimientos indígenas que venían luchando desde la década anterior reivindicando sus derechos.
Algunos trascendieron las luchas locales y rompieron los cercos de las fronteras nacionales, alcanzando más notoriedad que otros. Se puede decir que los movimientos indígenas por la autonomía fueron un fenómeno social que se vio en toda América Latina.
Justo cuando los movimientos obreros y campesinos decaían, desde Mesoamérica hasta la Patagonia, los movimientos indígenas se reactivaban, para enojo de los neoliberales. Las autonomías comunitarias surgieron como expresión concreta de la resistencia de los pueblos indígenas al colonialismo y la lucha por su emancipación.
Estando la mayoría de los pueblos indígenas desestructurados políticamente, y siendo las comunidades la expresión concreta de su existencia, cuando los movimientos indígenas impulsaron la lucha por su autodeterminación como pueblos, fueron las comunidades las que salieron a defender el derecho.
Para hacerlo echaron mano de su experiencia por siglos de resistencia pero también por sus experiencias autogestivas dentro del movimiento campesino. Atrincherados en las estructuras comunitarias los movimientos indígenas se hicieron escuchar con fuerza y en muchos casos a los Estados no les quedó más alternativa que ceder a sus demandas.
La mayor prueba de ello es que la mayoría de la legislación latinoamericana sobre derechos indígenas reconoce a las comunidades indígenas su personalidad jurídica y enuncia algunas de las competencias que los Estados les reconocen, las cuales deberán realizarse -como expresan los reconocimientos- dentro del marco de la ley estatal.
Otra tendencia de las autonomías indígenas es la propuesta de autonomía regional. Surgió como una respuesta a la necesidad de superar el espacio comunitario de los pueblos indígenas, así como de buscar otros superiores no solo a las comunidades indígenas, sino a los propios gobiernos locales del Estado.
Su primera expresión fueron las regiones autónomas del Estado de Nicaragua, introducidas como forma de gobierno en la Constitución Política del Estado en el año de 1987.
Después de este suceso, inédito en América Latina, por vía de los intelectuales cercanos a las reivindicaciones indígenas, se difundieron por varios países del continente, al grado que en algunos países como México y Chile3, inclusive se formularon propuestas de reformas constitucionales y estatutos de autonomía; mientras en otros sólo quedaron como una tendencia más de las luchas por la autonomía indígena, pero sin ninguna expresión concreta de ellas.
Como en muchas otras ocasiones fueron los propios movimientos indígenas los que resolvieron la «contradicción» entre comunitaristas y regionalistas. Cuando la ocasión se presentó, primero demostraron que las propuestas no eran contradictorias sino que podían complementarse.
Eso ha sido muy claro en México, con los caracoles zapatistas, pero también con la policía comunitaria del Estado de Guerrero; igual sucede en la región del Cauca en el Estado de Colombia; o en el Departamento de Cochabamba, en el Estado de Bolivia.
En todos estos casos se ha demostrado que mientras las comunidades funcionan como base de la estructura regional y esta como techo de la autonomía, pueden conjugarse de manera eficaz porque entonces la autonomía regional no se impone desde arriba, sino como un proceso que consolida las autonomías comunales y éstas deciden la amplitud de la región.
Junto con las tendencias comunitarias y regionales existen otros movimientos indígenas que no reclaman autonomías sino la refundación de los Estados nacionales con base en las culturas indígenas. Esta es una tendencia que se manifiesta en varios movimientos de la región andina del continente, sobretodo entre los pueblos aymaras de Bolivia.
Quienes participan de estos movimientos dicen no entender porqué ellos siendo una población mayor a la mestiza deben ajustarse a la voluntad política de las minorías.
Muchos gobiernos latinoamericanos se han apropiado del discurso del movimiento indígena, lo han despojado de su contenido y han comenzado a hablar de una ‘nueva relación entre los pueblos indígenas y el gobierno’, así como de elaborar ‘políticas transversales’, con la participación de los interesados, cuando en realidad siguen impulsando los mismos programas indigenistas de hace años que los pueblos indígenas rechazan.
Para legitimar su discurso y sus acciones, han incorporado a la administración pública a algunos líderes indígenas que por mucho tiempo habían luchado por la autonomía, quienes les sirven de pantalla para mostrar una continuidad que presentan como cambio.
En algunos países incluso se ha ido mas allá al desnaturalizar la demanda de autonomía y presentarla como mecanismo para que algunos sectores privilegiados sigan manteniendo sus privilegios. Es el caso de las burguesías de los Departamentos de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia; Guayaquil, en Ecuador o el Estado de Zulia, en Venezuela.
Si se asume que la autonomía es una expresión concreta del derecho de la libre determinación y que éste es un derecho de los pueblos, no se puede olvidar que los sujetos titulares de los derechos indígenas son los pueblos indígenas, no las comunidades que los integran, menos las organizaciones que ellos construyen para impulsar su lucha.
Por eso es que junto con la construcción de las autonomías los movimientos indígenas asumen el compromiso de su reconstitución.
En esta coyuntura específica, dada la fragmentación en que se encuentra la mayoría de los pueblos indígenas, las comunidades resultan importantes para articular sus luchas de resistencia y construcción de las autonomías, pero no renuncian a la utopía de reconstituir los pueblos indígenas de los que forman parte, para que éstos asuman la titularidad del derecho.
Por esa razón la defensa de los derechos comunitarios la hacen al mismo tiempo que establecen relaciones con otras comunidades y pueblos de sus países y de otros, para apoyarse mutuamente en sus demandas propias pero también enarbolando demandas comunes.
Un problema externo que los pueblos indígenas han encontrado para poder ser sujetos políticos es que en la mayoría de los casos están políticamente desestructurados. En esto han pesado bastante las políticas de colonialismo ejercidas desde los órganos de gobierno para subordinarlos a los intereses de la clase en el poder.
Un ejemplo concreto de estas políticas es que los pueblos indígenas numéricamente grandes se encuentran divididos entre varios estados o departamentos y los más pequeños entre varios municipios, municipalidades o alcaldías, según como los Estados organicen los gobiernos locales.
Los pueblos indígenas saben que en esta situación la construcción de autonomías muy pocas veces puede hacerse desde esos espacios, porque aún cuando tuvieran el control de los gobiernos locales, su estructura y funcionamiento responde a la lógica estatal, limitando sus facultades a las que resultan funcionales al control estatal.
Pero en el peor de los casos podría llevar a que, en nombre de los derechos indígenas, se entregara el poder a los grupos de mestizos, muchas veces caciquiles, y estos lo usaran en contra de los pueblos indígenas.
Por otro lado saben que las comunidades indígenas de un mismo pueblo se encuentran divididas y enfrentadas entre ellas, por diversas razones, que van desde la tenencia de la tierra, el uso de los recursos naturales, las creencias religiosas o las preferencias políticas, entre otras. En otros casos se presentan problemas ficticios o creados por actores externos a las comunidades que los sufren.
Para enfrentar estos problemas los pueblos indígenas interesados hacen esfuerzos por identificar las causas de la división y el enfrentamiento, ubicar las que tienen su origen en problemas de las propias comunidades y buscarles solución. De igual manera buscan evidenciar los problemas creados desde fuera y buscar la forma de rechazarlos.
La lucha por la instalación de gobiernos autónomos indígenas representa un esfuerzo de los propios pueblos indígenas por construir regímenes políticos diferentes a los actuales, donde ellos y las comunidades que los integran puedan organizar sus propios gobiernos, con facultades y competencias específicas acerca de su vida interna.
Con la decisión de construir autonomías, los pueblos indígenas buscan dispersar el poder para posibilitar su ejercicio directo por las comunidades indígenas que lo reclaman. Es una especie de descentralización que nada tiene que ver con la que desde el gobierno y con el apoyo de instituciones internacionales se impulsa, que en el fondo pretende hacer más efectivo el control gubernamental sobre la sociedad.
La descentralización de la que aquí se habla, la que los pueblos y comunidades indígenas que avanzan por caminos autónomos nos están enseñando, pasa por la edificación de formas paralegales de ejercicio del poder, diferentes a los órganos de gobierno, donde las comunidades puedan fortalecerse y tomar sus propias decisiones.
Cuando los pueblos indígenas deciden construir autonomías han tomado una decisión que va contra las políticas del Estado y obliga a quienes optan por ese camino a iniciar procesos políticos de construcción de redes de poder, capaces de enfrentar la embestida estatal, contrapoderes que les permitan afianzarse ellos mismos como una fuerza con la que se debe negociar la gobernabilidad y poderes alternativos que obliguen al Estado a tomarlos en cuenta.
Por eso la construcción de autonomías no puede ser un acto voluntarista de líderes «iluminados» o de una organización, por muy indígena que se reclame. En todo caso requiere la participación directa de las comunidades indígenas en los procesos autonómicos.
En otras palabras, se necesita que las comunidades indígenas se constituyan en sujetos políticos con capacidad y ganas de luchar por sus derechos colectivos, que conozcan la realidad social, económica, política y cultural en que se encuentran inmersos, así como los diversos factores que inciden en su condición de subordinación y los que pueden influir para trascender esa situación, de tal manera que les permita tomar una posición sobre sus actos.
Con su lucha por la autonomía los pueblos y comunidades indígenas trascienden las visiones folcloristas, culturalistas y desarrollistas que el Estado impulsa y muchos todavía aceptan pasivamente.
Porque la experiencia les enseña que para hacerlo no basta con que se reconozca en alguna ley su existencia y algunos derechos que no se opongan a las políticas neoliberales, o los aportes culturales de los pueblos indígenas a la constitución multicultural del país.
Tampoco es suficiente que los gobiernos destinen fondos específicos para impulsar proyectos de desarrollo en las regiones indígenas que siempre son insuficientes y se aplican en actividades y por las formas decididas desde el gobierno, que despojan a las comunidades de todo tipo de decisión y niegan su autonomía.
No es casualidad que la rebelión zapatista en el Estado mexicano, haya comenzado el primero de enero de 1994, cuando entraba en vigencia el Tratado de Libre Comercio de este país con los Estados Unidos y Canadá.
Que la mayoría de las demandas nacionales de los movimientos indígenas incluyan el rescate de los recursos naturales del control de empresas transnacionales, y que las luchas en Ecuador, Perú y Chile incluya la oposición a la forma de tratados de libre comercio.
De igual manera saben que la lucha por la autonomía no puede ser una lucha sólo de los pueblos indígenas. Por eso construyen relaciones de solidaridad con los otros sectores de la sociedad, apoyándose mutuamente en sus luchas propias, al tiempo que se impulsan demandas comunes.
Los pueblos indígenas, al recurrir a su cultura y prácticas identidarias para movilizarse en defensa de sus derechos, cuestionan las formas verticales de la política al tiempo que ofrecen otras horizontales que a ellos les funcionan, porque las han probado en siglos de resistencia al colonialismo.
Se trata de prácticas que surgen precisamente cuando las organizaciones tradicionales de partidos políticos, sindicatos u otras de tipo clasista y representativo entran en crisis y la sociedad ya no se ve reflejada en ellas.
Estas prácticas políticas se expresan de muchas maneras, desde una guerrilla posmoderna como ha sido calificada la rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que se levantó en armas en tierras mayas en el año de 1994, esgrimiendo las armas más como símbolo de resistencia que por hacer la guerra, hasta las largas caminatas de las autoridades de los pueblos indígenas de Colombia, los ‘levantamientos’ de los pueblos ecuatorianos, o los cercos aymaras a la ciudad de La Paz, en Bolivia, hasta los enfrentamientos directos de los mapuches contra las empresas forestales que buscan despojarlos de sus recursos naturales.
En estas luchas los pueblos indígenas en lugar de recurrir a sofisticadas teorías políticas para armar sus discursos recuperan su memoria histórica para fundamentar sus demandas y sus prácticas políticas, lo cual le da un toque distintivo, simbólico si se quiere, de los nuevos movimientos indígenas.
Los pueblos indígenas de México recuperan la memoria de Emiliano Zapata, el incorruptible general del Ejército del Sur durante la revolución de 1910-17, cuya demanda central fue la restitución de las tierras usurpadas a los pueblos por los hacendados; los colombianos recuperan el programa y las andanzas de Manuel Quintín Lame.
Los andinos de Perú, Ecuador y Bolivia traen al presente las rebeliones de Tupac Amaru, Tupac Katari y Bartolina Sisa, durante la colonia y la del Willka Pablo Zárate durante la época republicana. Héroes locales y nacionales vuelven a hacerse presentes en la lucha para guiar a sus huestes, como si hubieran estado descansando, esperando el mejor momento para volver a la lucha.
Junto a su memoria histórica los pueblos vuelven la vista a lo que tienen para hacerse fuertes y cansados de tanta desilusión por las organizaciones políticas tradicionales retoman las de ellos: sus sistemas de cargos.
Por eso quienes desconocen sus formas propias de organización llegan a afirmar que actúan de manera anárquica, que así no se puede, que con ello contribuyen a la dispersión y eso es un mal ejemplo para la unidad de los oprimidos, explotados y excluidos.
»»Reflexiones finales.- Todo lo que aquí se ha dicho sobre las autonomías indígenas y su paso de ser demanda por la reforma constitucional a ser un proceso de construcción, tiene como trasfondo buscar el fondo del problema que es la condición de colonialismo interno en que viven los pueblos indígenas en los estados de los que forman parte.
Se trata de una situación que ni la igualdad jurídica de los ciudadanos pregonada por el liberalismo decimonónico, ni las políticas indigenistas impulsadas por los diversos estados latinoamericanos durante todo el siglo XX fueron capaces de resolver porque no iban a la raíz del problema que, según se aprecia ahora, pasa por el reconocimiento de los pueblos indígenas como sujetos colectivos de derechos, pero también por la refundación de los Estados para corregir sus anomalías históricas de considerarse monoculturales en sociedades multiculturales.
¿A dónde nos van a conducir los procesos de construcción de las autonomías indígenas en América Latina? Es una pregunta a la que nadie puede dar respuesta porque no la tienen los movimientos sociales. Los actores de este drama se trazan su horizonte utópico pero que lo logren no depende de enteramente de ellos sino de muy diversos factores, la mayoría de ellos fuera de su control.
De lo que sí podemos estar seguros es que el problema no encontrará solución en la situación en que actualmente se encuentran los Estados y por eso las luchas de los pueblos indígenas por su autonomía no tienen retorno.
Ni la guerrilla zapatista en el Estado mexicano, ni los autogobiernos indígenas de Colombia o las luchas de los pueblos andino o mapuches tendrán solución de fondo si el estado no se refunda. Pero también es cierto que los estados no se refundarán sin tomar en serio a sus pueblos indígenas.
El reto entonces es en doble sentido: los Estados nacionales deben refundarse tomando en cuenta a sus pueblos indígenas y estos deberían incluir dentro de sus utopías el tipo de estado que necesitan y luchar por él. De eso se tratan las autonomías indígenas y las luchas por construirlas.
Por eso hay que celebrar que muchos pueblos y comunidades indígenas hayan decidido no esperar pasivamente a que los cambios vengan de fuera y se hayan enrolado en la construcción de gobiernos autónomos, desatando procesos donde se ensayan nuevas formas de entender el derecho, imaginan otras maneras de ejercer el poder y construyen otros tipos de ciudadanías.
El final de estos procesos nadie lo conoce. Lo que sí es cierto es que no tienen vuelta al pasado.
»»Notas
1. Jim Cason y David Brooks, «Movimientos indígenas, principales retos para AL en el futuro: CIA», La Jornada, 19 de diciembre del 2000. http://www.jornada.unam.mx/2000/12/19/024n1mun.html. La versión completa, del informe, en idioma inglés, puede verse en: http://www.cia.gov/cia/publications/globaltrends2015/index.html#link2)
2. Leo Gabriel y Gilberto López y Rivas (coordinadores), Autonomías indígenas en América Latina. Nuevas formas de convivencia política. Plaza y Valdez editores-Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Iztapalapa-Ludwig Boltzmann Institut, México, 2005, p. 19.
3. Javier Lavanchy, Conflicto y propuesta de autonomía mapuche, Santiago de Chile, Junio de 1999, Proyecto de documentación Ñuke Mapu, URL:http://www.soc.uu.se/mapuche
*Francisco López Bárcenas es un abogado mixteco, especialista en derechos indígenas y es analista con el Programa de las Américas (www.ircamericas.org). Es autor entre otros libros de Muerte sin fin: crónicas de represión en la Región Mixteca oaxaqueña. Programa de las Américas. www.ircamericas.org•