Texto de La Vía Campesina y FIAN Internacional ; adhiere Soldepaz.Pachakuti
El hostigamiento en el marco de la pandemia del COVID-19 se suma a las violencias históricamente practicadas contra nuestros pueblos.
El foco de las noticias sobre esa pandemia no puede hacernos olvidar la violencia sistémica y sistemática ejercida en contra de las y los campesinos y demás trabajadores del campo, y las violaciones a sus derechos.
En búsqueda de un ingreso digno y de asegurar sus medios productivos, trabajadores y trabajadoras del campo de diferentes partes del mundo se enfrentan constantemente a hostilidades, violencia, persecución y criminalización.
Esta situación se exacerba bajo el establecimiento de las medidas excepcionales frente a la enfermedad.
En su crisis, el capital personificado en las empresas transnacionales de minería, del agronegocio, del hidronegocio, ya acosaba a los pueblos del campo, de las aguas y de los bosques;
con la pandemia, los gobiernos sometidos a esas grandes empresas justifican la persecución y el exterminio.
Sin embargo, su preocupación no es salvar vidas, sino intentar salvar la economía capitalista, que se asienta en la sangre de miles de personas en todo el mundo.
Para el campesinado, los pueblos pescadores y de los bosques, la lucha a diario bajo el COVID-19 no es sencilla.
En diversos países, al tratar de acceder a los mercados para vender sus cosechas o productos, campesinas y otros productores de alimentos enfrentan sanciones económicas o criminales por circular fuera de sus comunidades.
Mercados locales, ferias, etc. fueron cerrados como medida preventiva, pero las grandes superficies son estimuladas a seguir funcionando, explotando a sus trabajadoras y a veces especulando con los precios de alimentos y otros productos como las mascarillas.
Afirmamos que el campesinado es capaz de adoptar medidas rigurosas de higienización de modo a evitar contaminar y ser contaminado.
En el trabajo agrícola, las personas que fueron llevadas a utilizar productos tóxicos, como pesticidas, plaguicidas y otros, integran ahora el grupo de mayor riesgo ante el COVID-19, por la debilidad física y enfermedades que estos productos químicos provocan.
Comunidades afrodescendientes, pueblos originarios, indígenas, migrantes, personas LGBTI, empobrecidos urbanos y mujeres, son algunas de las personas que sufren el impacto desproporcionado de la crisis sanitaria, social y económica.
La violencia domestica se ha intensificado con el confinamiento, los hogares se han vuelto más peligrosos para aquellas mujeres, niñas, niños y personas mayores que ya eran víctimas de violencia.
Colectivos feministas que apoyan a las personas afectadas por la violencia, tienen su labor limitada por la reclusión forzada y sufren ataques a su libertad de expresión en los medios digitales.
La situación también golpea a las y los migrantes internacionales y desplazados internos, en especial en los campamentos de refugiados en estado de hacinamiento. Adultos y niños/niñas enfrentan una detención arbitraria y prolongada, y un trato abusivo en condiciones insalubres y degradantes, además del abuso policial.
Personas involucradas en la ayuda alimentaria han sido multadas en países del Norte y perseguidas en países con regímenes autoritarios.
Desde el estallido del COVID-19, los gobiernos de todo el mundo han aplicado restricciones más o menos drásticas a la libertad de movimiento y la libertad de asamblea.
Una pandemia se combate con información, cuidados, salud pública universal y gratuita, no con policías y ejércitos atacando a las personas.
Algunos gobiernos se esconden detrás de esta crisis para atacar, o dejar atacar, específicamente a las y los líderes sociales y defensores de los territorios.
Muchos periodistas o escritores/escritoras también han sido atacados por difundir críticas a los gobiernos, algunos han desaparecido o han sido silenciados.
Al mismo tiempo, grandes medios de comunicación han seguido jugando un papel importante en la difusión de la discriminación y los discursos de odio hacia determinados grupos sociales.
Sigue habiendo casos de encarcelamiento arbitrario, de incomunicación sobre el estado de prisioneros políticos, y las medidas de cuarentena han implicado suspensión de servicios judiciales, lo que ha servido de excusa para impedir la liberación de personas, así como las denuncias y el acceso a los recursos judiciales por parte de las personas amenazadas o atacadas.
Los reclamos por mejores condiciones sanitarias de las personas presas, frente al Coronavirus, han sido duramente reprimidos en varios países.
Los estados de alarma, la mayor militarización y la presencia de la policía se han convertido en la nueva norma en muchas partes del mundo, lo que suscita la preocupación de que no se renuncie a estos poderes una vez que la crisis haya pasado.
También las personas militantes y dirigentes de organizaciones populares llaman la atención sobre las consecuencias e implicaciones a largo plazo del incremento de vigilancia digital que se está implementando en todo el mundo para, supuestamente, contener la propagación del virus.
No solamente pondría en riesgo los derechos digitales y la privacidad de la sociedad en general, sino que también permitirían un mayor control del trabajo y de los movimientos de las personas, y ataques – online, hacia su libertad de expresión, y offline, hacia su vida – hacia ellos, sus familias, comunidades y organizaciones.
Al mismo tiempo, quienes no tienen acceso a las tecnologías y a las varias herramientas de comunicación, se encuentran aislados y sin posibilidad de comunicar sobre su situación y organizarse en colectivos.
El estado de exclusión y desigualdad ha salido a relucir durante la pandemia, en cuestión de semanas.
El sistema hegemónico agro-alimentario ha probado ser incapaz de combatir el hambre, la precariedad y las terribles condiciones laborales.
De no abordarse las causas estructurales de las numerosas crisis que vive la humanidad, se intensificarán las movilizaciones y las protestas sociales y con ellas medidas de represión y control por parte de quienes mantienen el monopolio político y económico.
La pandemia ha precipitado una crisis estructural del capitalismo que ya estaba anunciada.
Debemos fortalecer las alianzas entre las organizaciones [fond rouge]populares[/fond rouge], preservando la vida de aquellas personas que luchan por su territorio, por su cultura, por un modo de producir la vida que no destruya el planeta.
Debemos visibilizar y concienciar sobre las amenazas a las personas y sus organizaciones, especialmente aquellas que se encuentran en situación de mayor aislamiento.
Debemos denunciar de todas las formas posibles las violencias sufridas, apuntando a gobiernos, empresas, terratenientes y otros que estén implicados en la persecución, criminalización, desaparición y asesinatos de militantes y dirigentes de movimientos y organizaciones populares.
La violencia es, y sigue siendo, un fenómeno estructural y no de emergencia, y debe ser tratada como tal mediante el despliegue de los recursos necesarios.
La construcción colectiva es fundamental para enfrentar el mundo de ahora y del futuro.
La crisis también ha puesto de relieve la solidaridad y la construcción de alternativas, existentes y nuevas, que tienen que ser el motor de nuestras acciones colectivas futuras.
No volveremos a la “normalidad” de la violencia, a situaciones precarias. El capitalismo no tiene nada que ofrecer a nuestros pueblos, sólo violencia, explotación y muerte.
Lo que hoy afirmamos era fundamental ayer y lo será mañana.
Es hora de promover nuevos valores, es hora de apropiarnos del conocimiento a través del estudio y fecundar los saberes ancestrales, produciendo en nuestros territorios, alimentando el mundo y preservando el planeta y la humanidad.
Es hora de fortalecer la solidaridad, de ejercitar la resistencia, de cultivar la esperanza.
La Vía Campesina.
FIAN Internacional
SOLdePaz.Pachakuti